P. Carlos Cardó, SJ
La reprimenda, óleo sobre lienzo
de Jehan Georges Vibert (1866-67 ), colección privada
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En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Si tu hermano comete un pecado, ve y amonéstalo a solas. Si te escucha, habrás salvado a tu hermano. Si no te hace caso, hazte acompañar de una o dos personas, para que todo lo que se diga conste por boca de dos o tres testigos. Pero si ni así te hace caso, díselo a la comunidad; y si ni a la comunidad le hace caso, apártate de él como de un pagano o de un publicano.Yo les aseguro que todo lo que aten en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra, quedará desatado en el cielo. Yo les aseguro también que si dos de ustedes se ponen de acuerdo para pedir algo, sea lo que fuere, mi Padre celestial se lo concederá; pues donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos".
Somos conscientes de vivir en una época individualista. Una
tendencia extendida lleva a subrayar más los derechos (del individuo) que los
deberes (del ciudadano), y a resolver la tensión entre libertad y
responsabilidad apostando simplemente por “mi” libertad. Asimismo, la afirmación
absoluta del individuo hace muchas veces olvidar a los otros, de tal modo que
se llega a interpretar la tolerancia y el respeto al otro como no meterse
con nadie, o como indiferencia y desinterés por la vida del prójimo.
Pero ya los primeros diálogos de Dios con el hombre en la Biblia nos
plantean la pregunta: – ¿Dónde está tu hermano Abel? – No
sé; ¿soy yo acaso el guardián de mi hermano? El otro es un “hermano”,
de tu sangre, de tu casa. Eres responsable de él.
Por
eso la responsabilidad que siente sobre sí el profeta: Si tú no hablas, advirtiéndole al que ha hecho mal para que
cambie de conducta, a ti te pediré cuenta de su suerte (Ezequiel 33,8). Por el hecho
de pertenecer a la familia humana, a todos nos atañe una responsabilidad pública frente a las conductas
que dañan a la comunidad.
Naturalmente
no se trata de erigirnos en jueces de los demás. En muchas otras ocasiones el
mismo Jesús reprueba esta actitud que lleva a censurar o condenar a los demás con
la ley en la mano. Se trata de “ganar a tu hermano”, restablecerlo, curar el
cuerpo herido, y aspirar a un modelo social y eclesial de inclusión, no de exclusión
de los indeseados.
Por
eso, en el cristianismo, la corrección del hermano que ha pecado o cometido un error,
es signo y expresión del amor. El otro es reconocido siempre como es, con sus
limitaciones; no es juzgado si se equivoca, se le absuelve si es culpable, se
le busca si anda por el mal camino y se le perdona si peca.
Sin
aceptación, no es posible la corrección. Siempre es imprescindible escuchar al
otro. Sólo así podrá aceptar lo que se le diga, y no lo sentirá como una
agresión. La corrección del hermano se hace sin violencia, no por venganza ni
por rencor. Porque amas a tu hermano como a ti mismo, lo corriges para no
cargarte de un pecado de omisión con respecto a él. Es un miembro enfermo, se
siente dolor por él, se busca curarlo porque es parte del mismo cuerpo. Buscar
al que está perdido es la expresión más alta de la misericordia.
Así,
desde el amor responsable se puede entender el procedimiento que el evangelio sugiere
para recuperar al hermano:
-
Primero se le habla en privado, con discreción y respeto, no en público como
pedía la ley judía (Lev 19). Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre
los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano.
-
Segundo, si
el diálogo no surte efecto, se busca la ayuda de otro o de otros hermanos, pues
todos somos responsables unos de otros: Si no te hace caso, llama a otro o a
otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres
testigos.
-
Y, tercero, si aun esta medida fracasa, se apela a la comunidad. La comunidad (ecclesia) es mediación y sacramento de
Dios, a quien finalmente corresponde el juicio. Si no les hace caso, díselo
a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como
un pagano o un publicano.
Queda
claro entonces que Jesús nos invita no solamente a reconciliarnos con el
hermano, sino a procurar llevarlo a conversión y reconciliación con los demás.
Y esto exige siempre rectitud en el hablar para llamar mal a lo que está mal y
bien a lo que está bien. La verdad es un servicio de caridad. Decirle a uno que
su proceder no está bien no significa tratarlo sin consideración, no es dejar
de comprenderlo y mucho menos excluirlo del amor fraterno. Jesús vino
justamente a llamar y salvar lo que estaba perdido.
El evangelio de hoy propone un
modelo de comunidad en el que sus miembros se sienten corresponsables unos de
otros. Sólo cuando existen relaciones personalizadas adquiere sentido la
corrección fraterna. La eucaristía es la acción
comunitaria de hermanos en la que confesamos nuestro pecado de pensamiento,
palabra, obra y omisión, celebramos el perdón y nos comprometemos a forjar
la reconciliación. Una reconciliación que se hace consciente de los pecados de “omisión” y que no se evade
ante la necesidad de diálogo y entendimiento mutuos. En ella se nos hace
presente Jesucristo, comulgamos con Él y con el hermano. Donde dos o tres
están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos, dice Jesús.
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