Carlos Cardó, SJ
La transfiguración de Cristo, óleo
sobre lienzo de Johann Georg Trautmann (1760), Museo Städel, Frankfurt,
Alemania
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En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, el hermano de éste, y los hizo subir a solas con él a un monte elevado. Ahí se transfiguró en su presencia: su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve. De pronto aparecieron ante ellos Moisés y Elías, conversando con Jesús.Entonces Pedro le dijo a Jesús: "Señor, ¡qué bueno sería quedarnos aquí! Si quieres, haremos aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías".Cuando aún estaba hablando, una nube luminosa los cubrió y de ella salió una voz que decía: "Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo". Al oír esto, los discípulos cayeron rostro en tierra, llenos de un gran temor. Jesús se acercó a ellos, los tocó y les dijo: "Levántense y no teman".Alzando entonces los ojos, ya no vieron a nadie más que a Jesús. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: "No le cuenten a nadie lo que han visto, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos".
En el camino hacia
Jerusalén, donde va a ser entregado, Jesús anuncia a los apóstoles que va a
sufrir mucho por causa de las autoridades judías, que lo matarán y que
resucitará al tercer día. Ellos no entienden ese lenguaje, se quedan
consternados, tristes y con miedo. Jesús quiere ahora fortalecer su fe, para
que puedan superar el escándalo de la cruz y seguirlo hasta el final.
Dice el evangelio que Jesús tomó aparte a Pedro, Santiago y Juan y los
llevó a una montaña elevada. Son los tres discípulos que “tomará aparte” en
el huerto de los Olivos (Mt 26, 37),
donde serán testigos de aquella angustia mortal que le hará sudar gotas de
sangre. Ahora se les concede tener una vivencia deslumbradora de la gloria
divina en su persona humana. Más tarde, a la luz de la resurrección,
comprenderán que el Jesús que vieron clavado en una cruz, era el Hijo
predilecto del Padre, cuya persona resplandeció ante sus ojos un día
inolvidable.
Mientras en el AT,
las manifestaciones de Dios se realizaban a través de elementos de la
naturaleza, como el monte, la nube y la luz, ahora, en la transfiguración, es
la naturaleza humana de Jesús la que aparece manifestando el resplandor de la
gloria de Dios. No es Dios que desciende, sino el hombre que asciende y
participa de la gloria de Dios.
Los discípulos, atónitos, ven que se les revela una dimensión oculta de
Jesús que los deja sin palabras. Su persona luminosa, fulgurante, les lleva a
decir simplemente que su rostro brillaba como el sol y sus vestidos se
volvieron blancos como la luz. Cuando uno se pone ante el misterio de
Dios, y éste se le revela en el fondo del alma, uno simplemente enmudece, adora
en silencio.
Se les aparecieron
también Moisés y Elías. Jesús ha venido a llevar a perfección la ley dada a Moisés y a dar
cumplimiento a la esperanza de los profetas, representados en Elías.
Refiriéndose a este Jesús, Dios y hombre verdadero, San Pablo dirá: En él
habita la plenitud de la divinidad corporalmente y de ella participamos
(Col 2,9).
Pedro siente la tentación de quedarse en el monte y no seguir adelante en
el camino, que sabe bien ha de terminar en la pasión de su Señor. Quiere
permanecer en la visión y en el gozo, por eso su propuesta: Maestro, ¡qué
bien estamos aquí! Si quieres hago tres tiendas… Es la tentación que puede
sentir el cristiano de quedarse sólo en los aspectos más agradables y fáciles,
por así decir, de la vida cristiana y no asumir el seguimiento radical del
Señor que lo puede llevar a donde no quiera ir.
Vino entonces una
nube luminosa que los cubrió, y una voz desde la nube decía: Este es mi Hijo
amado, en quien me complazco, escúchenlo. Es la voz que había resonado ya
en el Bautismo de Jesús en el Jordán, cuando se abrieron los cielos y bajó
sobre Él el Espíritu. Esa misma voz en el cielo responde a la pregunta: ¿Quién
es Jesús? Confirma la confesión de Pedro: Tú eres el Cristo, Hijo de Dios,
y confirma el camino de Jesús como Mesías Siervo que entrega su vida por amor a
sus hermanos, cumpliendo la voluntad de su Padre. Jesús Siervo es el amado del
Padre. La gloria divina resplandece en Él y resplandecerá sobre todo cuando sea
levantado en la cruz.
¿Qué nos dice a
nosotros hoy este pasaje tan lleno de simbolismos? Los discípulos suben al
monte con Jesús. En el monte Moisés trataba con Dios. En el monte de las
bienaventuranzas, Jesús proclamó lo más central de su mensaje. En un monte
realiza su transfiguración. Y en el monte del Calvario será elevado en
una cruz para la salvación del mundo. Para el cristiano, subir al monte es
subir a una mayor intimidad con Cristo, a una mayor generosidad en su
compromiso cristiano, a una vida más coherente y fiel.
La luz, otro símbolo importante del relato, refulge en el rostro de Cristo
y brillará también en los elegidos. Dice San Pablo que el cristiano contempla
la gloria de Cristo y se va transformando de gloria en gloria (2 Cor 3,7-16), es decir, su vida cambia.
La luz de la transfiguración fortalece el ánimo de los discípulos que había
quedado ensombrecido con los anuncios de la pasión. Esa misma luz brilla para
nosotros hoy y disipa nuestros temores y dudas, haciéndonos ver las
dificultades y las pruebas con esperanza. En ti, Señor, está la fuente de la
vida y en tu luz podemos ver la luz (Sal 36).
Todos de una u otra manera hemos tenido momentos de “percepción” de la
presencia viva de Dios en nuestra vida, que han iluminado lo que podemos llegar
a ser; son nuestras experiencias de Tabor, de transfiguración, y actúan como
referentes orientadores cuando viene la dificultad de la fe. ¡Cómo te
contemplaba en tu santuario, viendo tu poder y tu gloria! (Sal 63,3).
Recuerdo… cómo entraba en el recinto santo y me postraba hacia el santuario,
entre cantos de júbilo y alabanza (Sal 42,5).
El misterio de la
transfiguración nos hace ver, en fin, que nunca el cielo está totalmente
cubierto. La nube que cubre a los discípulos se abre con la voz que dice: Este
es mi Hijo amado. Escúchenlo. Necesitamos oír su voz. Por eso venimos a la
Eucaristía. Jesús se hace presente entre nosotros y nos dice: ¡Levántense,
no tengan miedo!
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