P.
Carlos Cardó, SJ
El sembrador, ilustración de Alexandre Bida (1874) en The Gospel Life of Jesus: With the Bida Illustrations, by Edward Eggleston. New York, Fords, Howard, & Hulbert, 1874 |
En aquel tiempo, Jesús despidió a la multitud y se fue a su casa. Entonces se le acercaron sus discípulos y le dijeron: "Explícanos la parábola de la cizaña sembrada en el campo". Jesús les contestó: "El sembrador de la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del Reino; la cizaña son los partidarios del demonio; el enemigo que la siembra es el demonio; el tiempo de la cosecha es el fin del mundo, y los segadores son los ángeles. Y así como recogen la cizaña y la queman en el fuego, así sucederá al fin del mundo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles para que arranquen de su Reino a todos los que inducen a otros al pecado y a todos los malvados, y los arrojen en el horno encendido. Allí será el llanto y la desesperación. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga".
Jesús deja a la gente que ha estado
escuchando sus parábolas y vuelve con los discípulos a la casa de donde había
salido para predicar (13, 1). Los discípulos se le acercan y Él se pone a
instruirlos. Hay aquí implícita una imagen plástica del discipulado: el maestro
en el centro, los discípulos alrededor. Reciben instrucción, pero sobre todo
asimilan una nueva forma de vida.
Explícanos
la parábola de la cizaña, le piden. La explicación que les
va a dar resaltará la idea de la aparición de la mala hierba en el campo
sembrado, y va a concluir con una aplicación de la parábola y una advertencia.
Comienza con una explicación de términos. El sembrador es el Hijo del hombre. Jesús se aplica este título, que
corresponde al de Juez del mundo. Tiene en su mano la siembra y la cosecha como
señor de toda la historia.
El campo es el mundo que,
con todos sus defectos, es la creación de Dios. La buena semilla son los hijos del reino, que escuchan con corazón
bueno y dan fruto. No se dice directamente quiénes son estos hijos del reino,
pero todo hace suponer que se trata de los que van a formar un nuevo pueblo capaz
de dar frutos (cf. Mt 21,43) y que sustituirá
a Israel.
La cizaña son los hijos
del maligno. Escuchan al maligno y se hacen hijos suyos. Uno es hijo de lo que
escucha. Hay que recordar que el maligno actúa desde el momento de la siembra,
arrebatando la palabra sembrada en el corazón de los que oyen sin entender (13,
19). La cosecha es la consumación
final del mundo: cuando Dios haya culminado su obra. Y finalmente los trabajadores son los ángeles, que para
el judaísmo del tiempo de Jesús vendrían como cortejo del Hijo del hombre.
La segunda parte de la parábola se proyecta al final de los
tiempos. Es una seria exhortación a buscar y cumplir la voluntad de Dios,
rechazando categóricamente al mismo tiempo todo aquello que puede hacer caer a
otros. Hay que acabar con esto como se echa al fuego la mala hierba. En cambio,
cumplir la voluntad del Padre, cuya expresión exacta es el mandamiento del amor
al prójimo, hace a la existencia humana un reflejo de la gloria divina por la
gracia que santifica y el Espíritu que anima los corazones. A esta transfiguración
se refiere Jesús con las palabras: los
justos brillarán como el sol en el reino de su Padre.
Pero aunque la parábola habla del futuro, el foco de interés está
dirigido al presente. Ahora en el mundo, campo del Señor, coexisten los buenos
y los malvados, y en la misma comunidad cristiana hay trigo y cizaña. El amor
misericordioso de Dios que a todos nos ha tocado y levantado, nos obliga a una
constante vigilancia y corrección.
La comunidad eclesial no puede renunciar a proponer a sus miembros
un estilo común de vida en el que no tiene cabida el escándalo, la relajación
de costumbres, la tibieza. La pertenencia a la comunidad no garantiza por sí
sola la salvación. No son criterios de carácter religioso o confesional, ni
costumbres institucionales o prácticas piadosas las que conducen a la
realización plena de la persona en Dios, meta de nuestra existencia, sino la
fidelidad a la fe y al amor cristiano, que hace crecer hasta alcanzar la condición de la persona humana perfecta, a la medida de la
plenitud de Cristo (Ef 4,13).
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