P. Carlos Cardó, SJ
El tesoro escondido, grabado en madera
sobre papel de Sir John Everett Millais (1864), Tate Museum, Londres
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En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: "El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo. El que lo encuentra lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, va y vende cuanto tiene y compra aquel campo.El Reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una perla muy valiosa, va y vende cuanto tiene y la compra".Aquí tienen otra figura del Reino de los Cielos: una red que se ha echado al mar y que recoge peces de todas clases. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla, se sientan, escogen los peces buenos y los echan en canastos, y tiran los que no sirven. Así pasará al final de los tiempos: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los buenos, y los arrojarán al horno ardiente. Allí será el llorar y el rechinar de dientes.»Y preguntó Jesús: «¿Han entendido ustedes todas estas cosas?» Ellos le respondieron: «Sí.» Entonces Jesús dijo: «Está bien: cuando un maestro en religión ha sido instruido sobre el Reino de los Cielos, se parece a un padre de familia que siempre saca de sus armarios cosas nuevas y viejas»".
La gracia de
llevar una vida conforme a los valores del reino de Dios, la compara Jesús al
descubrimiento de un tesoro escondido y de una perla
de gran valor. El campesino de la parábola vende todo lo que tiene para poder
adquirir el campo donde ha hallado el tesoro y quedarse con él según las leyes
judías. Asimismo, el mercader de perlas finas que encuentra una de gran valor, vende
todo lo que tiene y la compra.
La decisión de ambos es lo central de la
parábola. Quien encuentra el tesoro o la perla decide venderlo todo y
adquirir esos bienes porque valen más que lo que tiene. El valor de la decisión
está en que permite adquirir el bien mayor. El acento se pone en “venderlo
todo” porque el Reino de Dios –simbolizado en el tesoro y la perla– vale mucho
más. Frente a él todo queda relativizado.
Pero no se trata de una obligación impuesta desde el exterior que
se asume a regañadientes, sino de una decisión fruto de la alegría: Por la alegría que le da… vende todo.
Decisiones así se producen en el campo del amor humano: quien encuentra a la
persona que andaba buscando y que lo llena de alegría, la prefiere por encima
de las demás.
Ocurre también con el amor a Dios: quien lo ama de verdad
relativiza frente a Él todas las cosas del mundo. No porque pierdan valor o
atractivo, sino porque sólo tienen sentido en función de lo que se ama.
El Evangelio no dice que el campesino del tesoro y el mercader de
la perla echen todo a rodar, sino que invierten lo que poseen para adquirir lo
que vale más. Uno no “pierde” nada; más bien lo gana todo. Dios no quita nada;
más bien Dios lo da todo. Es la razón por la cual, para seguir a Jesús, los
discípulos dejan redes y barca, esposa, hijos, campos. Pablo dirá que, ante la “sublimidad
del conocimiento de Cristo”, todo lo que antes era para él ganancia, lo
considera pérdida (Fil 3, 8).
Tarde o temprano todos nos enfrentamos con la necesidad de decidir
y elegir algo que puede marcar mi vida para siempre y que implica necesariamente
dejar de lado otras posibles opciones que no dejan de atraerme. Pero el hecho
es que no se pueden aprehender a la vez ambas cosas, aunque no siempre queramos
reconocerlo. La tentación fundamental consiste en pensar que no necesito
realmente renunciar a nada, que puedo hacerlo todo,
mantener lo que antes tenía y lo que ahora me propongo realizar, aunque se le
oponga… Pero sin embargo, esto es falso, irreal.
En este sentido las parábolas del tesoro encontrado y de la perla
preciosa nos hacen comprender que el amor de Dios, su reino, la persona de
Jesús y su mensaje, una vez descubiertos
como el valor supremo, llenan a la persona de una alegría tan íntima (“alegría
inefable y gloriosa”, dice San Pedro – 1Pe
3,8) que se determina a adoptarlo como el sentido orientador de su vida, aunque
haya otros caminos que le ofrecen otras formas de ser feliz.
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