P.
Carlos Cardó, SJ
Cristo
con la mujer cananea y su hija, óleo sobre lienzo de Henry Osawa Tanner
(1908-1909), Spellman College, Atlanta, Estados Unidos
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En aquel tiempo, Jesús se retiró a la comarca de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea le salió al encuentro y se puso a gritar: "Señor, hijo de David, ten compasión de mí. Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio". Jesús no le contestó una sola palabra; pero los discípulos se acercaron y le rogaban: "Atiéndela, porque viene gritando detrás de nosotros". Él les contestó: "Yo no he sido enviado sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel".Ella se acercó entonces a Jesús y, postrada ante Él, le dijo: "¡Señor, ayúdame!". Él le respondió: "No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perritos". Pero ella replicó: "Es cierto, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos". Entonces Jesús le respondió: "Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas". Y en aquel mismo instante quedó curada su hija.
Jesús ha estado antes discutiendo sobre las tradiciones religiosas
de los judíos y ha dejado sentado el principio de que la verdadera religión brota
del corazón: Lo que entra por la boca no
mancha al hombre… Lo que sale de la boca viene del corazón… y eso es lo que
mancha. Ahora, en gesto provocador, se va a una región impura, a Tiro y
Sidón, al sur del Líbano.
En el relato se destaca el diálogo de Jesús con una mujer pagana, cananea
o sirofenicia. En la primera comunidad cristiana a la que escribe Mateo su
evangelio, los de origen judío tenían dificultad para reconocer los derechos de
los paganos a entrar por medio de la fe a formar parte del nuevo Israel.
Una gran carga de prejuicios étnicos pesaba sobre la conciencia de
los judíos; muestra de ello era llamar “perros”
a los extranjeros. “Quien come con un idólatra es como quien come con un perro”
(se lee en la Mishná, uno de los libros del Talmud, colección de enseñanzas rabínicas
sobre leyes y tradiciones judías). El cristianismo derriba los muros de
separación y prohíbe como ofensa grave a Dios toda forma de prejuicio y
segregación de la índole que sea. Los judeocristianos han de recordar que su
padre Abraham era un pagano que por la fe se hizo heredero de la promesa y
padre del pueblo de Israel. Pablo dirá: Entiendan,
pues, que los que viven de la fe, ésos son hijos de Abraham... reciben la
bendición junto con Abraham, el creyente (Gal 3, 7.9).
El texto reconoce que la misión de Jesús tiene por primer destinatario
a Israel, por ser el pueblo elegido para transmitir la promesa de salvación a
todos las naciones. La mujer sirofenicia junto con el centurión pagano, cuya fe
atrajo de Jesús la salud para su criado, son el anticipo del ingreso de los no
judíos a la Iglesia.
El diálogo entre Jesús y la sirofenicia es duro, dramático. Está redactado
de tal modo que sobresalga la justicia de la mujer, que con su hija representa
a todos los no judíos. La incomprensión que contiene la respuesta dura de Jesús
contrasta con la fe de la mujer. Y es la fe la que hace intervenir el poder de
Dios por encima de las barreras de separación que erigen los hombres entre
ellos.
Hábilmente la mujer retuerce la imagen del pan de los hijos empleada por Jesús y la pone a su favor: hasta los perritos comen las migajas que
caen... Los hijos no aceptan el pan; los extranjeros, en cambio, por su fe
se sacian. En la multiplicación de los panes, Jesús ofreció el pan a los
israelitas. Ahora, en el relato de la sirofenicia, el pan es para paganos. A todos
se les da acceso al pan de los hijos,
sea un creyente judío o uno venido del paganismo. Por eso, la respuesta
de Jesús: Mujer, grande es tu fe. ¡Anda y
que te suceda lo que pides! La mujer cree, sin siquiera pedir una prueba de
que el favor le ha sido concedido. Por este gesto de la mujer Jesús anticipa la
misión a los paganos, admitidos ya a la mesa, al pan.
Una persona extraña, una mujer, que no tiene derecho a estar en la
comunidad, aparece comportándose mejor que aquellos que dicen ser miembros de
la Iglesia y presumen de ser buenos cristianos. Dios no hace distinción de personas, sino que acepta a quien lo honra y
obra rectamente sea de la nación que sea (Hech 10, 34s). Jesús no dice que
los paganos (representados en aquella mujer) sean mejores que los judíos. Lo
que Él alaba es la fe de una pagana. La
sirofenicia no esgrime argumentos ni derechos ante Jesús, simplemente reconoce
que Jesús es el Kyrios, el Señor, el Mesías, y esa fe es la que
atrae para ella la gracia que desea alcanzar.
El texto contiene, pues, una clara llamada de atención contra los prejuicios,
divisiones y exclusiones que pueden darse en todo grupo humano y, en
particular, en la Iglesia, como ocurrió desde sus primeros tiempos.
Mirar con desconfianza a los que son diferentes, y excluir a los “sirofenicios”
o “sirofenicias”, cualesquiera que sean, sin advertir lo positivo que pueden
aportar, y de hecho aportan, eso simplemente no es cristiano. Racismo,
prejuicios religiosos, sociales o culturales, odios nacionalistas, desprecio y
exclusión por el nivel económico, todo eso atenta gravemente contra la unidad
en la diversidad que debe haber en una sociedad verdaderamente humana y, por
supuesto, en la Iglesia. Y como cristianos, lo que nos toca reconocer es que la
fe es el único título de pertenencia a la comunidad. Ella
a todos iguala y congrega fraternalmente en la única mesa del Señor.
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