P. Carlos Cardó, SJ
Dejad que los niños vengan a mí, óleo sobre lienzo de Gebhard Fugel
(1910 aprox.), Museo Abtei Liesborn, distrito de Warendorf, Alemania
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En aquel tiempo, le presentaron unos niños a Jesús para que les impusiera las manos y orase por ellos. Los discípulos regañaron a la gente; pero Jesús les dijo: "Dejen a los niños y no les impidan que se acerquen a mí, porque de los que son como ellos es el Reino de los cielos". Después les impuso las manos y continuó su camino.
En este breve texto se describe una
actitud que debió de ser habitual en Jesús: acogía con ternura a los niños, los
bendecía, los ponía de ejemplo y les prometía el reino de los cielos. Era,
además, un actitud profética, crítica, porque los niños no eran muy tenidos en
cuenta en la sociedad semita de ese tiempo. Carentes de toda grandeza, no
contaban, no tenían derechos propios, eran –al igual que la mujer– propiedad
del varón y eran símbolo de debilidad e insignificancia. Sin embargo, no era
raro que los judíos llevaran a los niños ante los rabinos para que los
bendijeran imponiéndoles las manos sobre la cabeza; y eso mismo hacían con
Jesús probablemente de manera habitual.
Pero él no se quedó en el simple
trato cariñoso y tierno, sino que hizo pasar a los niños del último lugar en la
escala social, al primero, y amplió el concepto de “niño” para abarcar también en
él a quienes, rechazando toda actitud orgullosa y autosuficiente, se hacen pequeños y humildes ante Dios y ante
los demás para servir, y por eso vienen a ser los destinatarios principales del
reino de los cielos.
Dejen
que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque de los que son como
ellos es el reino de los cielos. Lo que aquí
es una declaración y una promesa, en el pasaje anterior del cap. 18, 1-5 de
Mateo había sido una exhortación. La razón es que tanto en el grupo de los
apóstoles como actualmente en la Iglesia hubo búsqueda de poder, arribismos y
rivalidades; disputaban entre sí para ver quién era el más importante y quiénes
iban a ocupar los primeros puestos en su reino.
Cuando se lo preguntaron, él llamó
a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: Les aseguro que si no cambian y se hacen como los niños no entraran en
el reino de los cielos. Estableció así el criterio que determina la calidad
de las personas en la comunidad. Uno se hace grande cuando se hace como los
niños, es decir, cuando reconoce su propia indigencia ante Dios y asume la
actitud de servicio como lo característico de su manera de ser. Fue un cambio
radical de lógica: los que ocupan la última posición en la escala social pasan
a ser los primeros. Y el fundamento de esta nueva manera de pensar es que Dios
piensa y obra así: él reina en las
alturas y sin embargo se inclina para mirar el cielo y la tierra. Él levanta
del polvo al desvalido y alza de la miseria al pobre para sentarlo con los
príncipes (Sal 113, 7).
No se trata de soñar con el ideal
de belleza e inocencia de los niños, sino de dejar de pensar como los grandes
de este mundo y como los que buscan el éxito de la riqueza y del poder. Los
niños son lo que los adultos, en especial sus padres, les hacen ser. De ellos
todo lo esperan, se desarrollan si alguien los toma bajo su cuidado y no corren
peligro cuando hay alguien que los protege. Lo que son los niños para los
adultos, eso han de ser los adultos en su relación con Dios si reconocen que
todo les viene de Él, comenzando por el don de la vida. Es como volver a nacer
para alcanzar la madurez y autenticidad de quien sólo busca hacer la voluntad
de Dios, que se condensa en el mandamiento del amor, y en cuyo cumplimiento
está la clave del continuo crecimiento personal en libertad y autonomía.
A esta “infancia espiritual”,
ejercicio pleno y costoso de nuestra libertad, se refirió Jesús cuando dijo: Dejen que los niños se acerquen a mí…,
porque de los que son como ellos es el reino de los cielos. Estos adultos
convertidos en niños han descubierto el secreto de la sencillez de vida, de la riqueza
personal de quien comparte lo que tiene, el poder de quien capacita a otros en
vez de ponerse él por encima, de quien acoge porque se siente acogido y sabe
que por haberlo recibido todo debe devolverlo con gratitud.
Estos niños, pobres y humildes
según el evangelio, viven en paz, lejos del ansia y de la pugna continua por
ganar y ascender sobre los demás, la paz de quien en definitiva sabe que su
tesoro no es de esta tierra, donde la polilla y el óxido echan a perder las
cosas y los ladrones abren boquetes y roban (Mt 6, 19), la tranquilidad de saber que sus
nombres están escritos en el cielo (cf. Lc
10, 20).
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