P. Carlos Cardó SJ
Encuentro
entre Esaú y Jacob, óleo sobre lienzo de Raffaellino Botalla (1638), Museos
Capitolinos, Roma
Jesús dijo a sus discípulos: “Les aseguro que si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos. Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: No matarás, y el que mata debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo les digo que todo aquél que se enoja contra su hermano merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquél que lo insulta merece ser castigado por el tribunal. Y el que lo maldice merece el infierno. Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Trata de llegar enseguida a un acuerdo con tu adversario, mientras vas caminando con él, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al guardia, y te pongan preso. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo”.
Han oído que se dijo… Yo les digo… La
gente se admiraba de la autoridad con que Jesús enseñaba, tan distinta a las de
sus maestros y doctores de la ley. No sólo hablaba en primera persona, cosa que
los rabinos evitaban siempre, limitándose a repetir las enseñanzas de otros
maestros de mayor prestigio, sino que Él aclaraba, interpretaba y llegaba hasta
modificar la ley. Esto causaba indignación a las autoridades religiosas; y lo
que ciertamente no podían soportar era su pretensión de modificar y proponer de
un modo nuevo el núcleo mismo de la Ley, los mandamientos.
Para ello Jesús empleaba la fórmula: han oído ustedes que se dijo…,
pues bien yo les digo… Por supuesto que ellos habían oído y, en el caso
de los diez mandamientos, tenían la certeza de que eran palabras sagradas
dictadas directamente por Dios a Moisés. De modo que al decir Jesús: pues
bien, yo les digo, ponía su yo
en el mismo nivel de Dios (Yo-soy), pretendía
tener la misma autoridad del legislador divino.
Por eso lo acusarán de blasfemo porque, siendo un hombre, se hacía
pasar por Dios (cf. Jn 10, 33). Pero
Jesús no da marcha atrás. La convicción interior que le movía a obrar así la
consigna claramente el evangelio de Juan: Porque
yo no he hablado por mi propia cuenta, sino que el Padre mismo que me ha
enviado es el que me ordena lo que tengo que decir y enseñar. Y sé que su
enseñanza lleva a la vida eterna. Así, pues lo que yo digo es lo que me ha
dicho el Padre (Jn 12,49-50).
La novedad de la enseñanza moral de Jesús consiste en que Él no
propone normas y preceptos legales más estrictos aún que los anteriores, sino
la buena noticia –evangelio– de que Dios obra en nosotros y nos concede el don
de comportarnos entre nosotros a la manera como Él se comporta con nosotros. En
el fondo, la nueva moral de Jesús tiene como fundamento el amor del Padre, que
Él revela. En adelante, todo quedará
contenido en un único mandamiento: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Ama a tu
prójimo tal como es porque tú y él son iguales: hijos e hijas queridos de Dios.
A partir de aquí se entiende el giro que da Jesús a los
mandamientos. Lo primero de todo es el respeto que debemos tener a la vida del
otro. Por eso, no basta no matar; cuando
se odia, se insulta o se desprecia a alguien, se le está matando en cierta
forma.
La advertencia que hace Jesús es severa: el odio repercute en la
misma persona que lo consiente, es veneno del alma y lleva a un final
desastroso. Jesús lo expresa viva y crudamente: Será condenado al fuego que no se
apaga. El original dice: Será condenado a la Gehenna, y se refiere
a un lugar en el valle de Innon, fuera
de los muros de Jerusalén, en el que los paganos sacrificaban víctimas humanas
al dios Moloch. Para desacralizarlo, los hebreos lo habían convertido en un
basurero, en el que quemaban las inmundicias. El fuego de la Gehenna ardía día
y noche.
Lo que viene a decir Jesús es que quien odia, quien deja de
considerar al otro como un hermano, es como si hubiera hecho arder su propia
vida, arrojándola a la basura.
Por eso es tan importante llegar al acuerdo, porque el desacuerdo
significa negar la propia condición de hijo de Dios y la condición de hermano
de mi contrincante. Y esta es la razón por la cual el acuerdo está por encima
de la ofrenda que se debe dar a Dios, por encima de los actos religiosos
exteriores. No se puede llamar Padre a Dios ni sentarse a la mesa de los
hermanos si primero no se perdona al hermano. Y –la aclaración es importante–
se debe advertir que Jesús dice: Si recuerdas que tu hermano tiene algo
contra ti… ve primero a reconciliarte con tu hermano, lo cual se refiere no sólo al caso de que
yo haya cometido algo contra el prójimo, sino a que la relación se ha roto
porque el otro es quien tiene algo contra mí.
La fraternidad rota es un mal en sí. Si de manera deliberada,
pudiendo hacerlo, no se ponen los medios para repararla se incurre en una falta
que impide compartir la mesa de la comunión. Tal omisión manifiesta que el otro
ya no importa, ya no se le considera un hermano. Quien de esta manera se
desentiende del hermano demuestra que él mismo ya no se comporta como hijo.
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