domingo, 11 de junio de 2023

Homilía de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo Yo soy el pan vivo bajado del cielo (Jn 6, 51-58)

 P. Carlos Cardó SJ

Adoración de la Eucaristía, óleo sobre lienzo de Cornelio Schut (1654), Sala Capitular de la Hermandad Sacramental de Nuestra Señora de la Alegría, Sevilla, España

En aquel tiempo dijo Jesús a los judíos: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi carne, y lo daré para la vida del mundo».
Los judíos discutían entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer carne?».
Jesús les dijo: «En verdad les digo que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre vive de vida eterna, y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Como el Padre, que es vida, me envió y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo. Pero no como el de vuestros antepasados, que comieron y después murieron. El que coma este pan vivirá para siempre».

En la Fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo, la Iglesia revive el misterio del Jueves Santo a la luz de la Resurrección. Agradecemos el regalo que Jesús nos dejó antes de su pasión: la Eucaristía, memorial de su entrega por nosotros, sacramento de nuestra comunión con Él, y de su presencia real entre nosotros.

En esta ocasión, la liturgia pone a nuestra consideración un trozo del sermón sobre el Pan de vida, que, según San Juan, pronunció Jesús después del milagro de los panes. En él, Jesús se autodenominó Pan del cielo, es decir, Pan de Dios. Los judíos no entendieron. Llamarse “pan del cielo” les pareció una blasfemia: se hacía pasar por Dios. Decir que quien lo come tiene vida eterna les resultó inadmisible porque se ponía así por encima de la Ley de Moisés, del templo, del sábado, es decir de aquello que, según la fe judía, les obtenía la salvación. Además, eso de comer les resultaba demasiado chocante y lo de beber sangre iba directamente en contra de lo establecido en el libro del Levítico (Lev 17, 10-12).

Pero Jesús no da marcha atrás, antes bien refuerza su afirmación: Yo les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes. Expresiones sin duda duras, crudas, incluso chocantes, por medio de las cuales Jesús afirma que la fe verdadera consiste en alimentarse de su persona, nutrirse de sus actitudes y de su modo de vivir. Eso es lo que da al hombre la vida plena, que consiste en la participación de la misma vida-amor de Dios.

El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. Lo propio del amor entre las personas es que las hace vivir en comunión. Es un recíproco permanecer en el otro, como vivir el uno en el otro, comprobando que uno ya no se entiende a sí mismo sino en su relación con la persona a la que ama. Ya no dos sino uno solo, como en el amor conyugal. Ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí, dirá San Pablo (Gal 2,20).

La terminología eucarística de este discurso de Jesús es clara. La comunidad que escribió el evangelio y todos los primeros cristianos tenían por cierto que lo que Jesús les mandó realizar en la Última Cena antes de padecer fue el memorial de su muerte y resurrección, en el que comían la carne y bebían la sangre del Hijo de Dios, hecho presente de manera real, activa y eficaz. Proclamaban su muerte y resurrección, y el anhelo más profundo que orientaba sus vidas: Marana-tha! Ven, Señor Jesús.

San Juan, en su evangelio, no trae el pasaje de la institución de la Eucaristía como lo hacen los otros evangelistas y Pablo; pero trae a cambio este discurso sobre el pan de vida y el pasaje del lavatorio de los pies de los discípulos, pasajes en los que está explicado el significado de la eucaristía en toda su profundidad. Por eso, no cabe duda que Jesús dio a este discurso, pronunciado después de la multiplicación de los panes, un  sentido eucarístico total. Y es que la fe desemboca necesariamente en la eucaristía.

Los cristianos aceptamos por la fe que en la eucaristía Jesucristo se nos da, haciéndose eficazmente presente y actuante de modo salvador. En ella está el Señor con todo lo que Él es y todo lo que Él hace por nosotros: su Encarnación, su Muerte y su Resurrección. Las palabras del Señor en su discurso sobre el Pan de Vida y en su Última Cena nos llevan, pues, a apreciar el don del amor del Hijo de Dios, que por nosotros se hizo hombre, se inmoló en la cruz y resucitó para que también nosotros resucitemos con  Él.

Es importante redescubrir la conciencia que tenían los primeros cristianos de la unión tan peculiar que se establece con Cristo y en Cristo. Comulgamos con Cristo, con todo lo que Él es, su persona y su misión; y comulgamos en Cristo con todos los que Él ama, miembros de su cuerpo, a los que entrega su vida.

Por eso, quien comulga con Jesús vive la inquietud por crear comunión, deseo supremo suyo. El hacer comunidad se convierte en la piedra de toque de nuestra comunión con Cristo, con todas sus consecuencias prácticas en todos los órdenes de la vida humana, personal y social. Sacramento de unidad, la Eucaristía incita a las comunidades a superar las divisiones. Por eso pedimos: “Reúne en torno a Ti, Padre misericordioso, a todos tus hijos dispersos por el mundo”. Nos acercamos a comulgar y pronunciamos nuestro Amén a lo que significa el sacramento del Cuerpo de Cristo, que el sacerdote nos muestra y nos entrega. Dicho “amén” proclama nuestra disposición para ser transformados en lo que recibimos. 

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