P. Carlos Cardó SJ
Cuando Jesús bajó de la montaña, lo siguió una gran multitud.
Entonces un leproso fue a postrarse ante Él y le dijo: "Señor, si quieres, puedes purificarme".
Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: "Lo quiero, queda purificado". Y al instante quedó purificado de su lepra.
Jesús le dijo: "No se lo digas a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que ordenó Moisés para que les sirva de testimonio".
Los capítulos 8 y 9 de Mateo están
dedicados a las obras mesiánicas que Jesús realizaba como signos anticipatorios
de la venida del reino de Dios. Los tres capítulos anteriores (5-7), sobre el
sermón del monte, contenían las enseñanzas necesarias para entrar en el reino.
Mateo ve una unidad entre las palabras y las acciones de Jesús, tal como fue
enunciada en los sumarios del final de los capítulos 4 y 9: Jesús
recorría todos los pueblos y aldeas, enseñando en las sinagogas judías,
anunciando la buena noticia del reino y sanando todas las enfermedades y
dolencias (Mt 9, 35, Cf. 4, 23-24).
Las curaciones de leprosos son especialmente
significativas. La idea que se tenía de su enfermedad (y en general de las
afecciones contagiosas de la piel) hacía de estos pobres desgraciados verdaderos
cadáveres andantes y su eventual curación era como si los muertos volvieran a
la vida. La lepra tenía significación religiosa y social. La diagnosticaban los
sacerdotes y sólo ellos podían verificar su curación. Excluidos de todo
intercambio social, obligados a vivir a la intemperie fuera de los poblados, no
podían asistir a los actos religiosos de su comunidad, eran vistos como heridos
por Dios e impuros, y nadie podía acercárseles y, menos aún, tocarlos porque
transmitían su impureza, igual que cuando se tocaba un cadáver. Si se curaban
quedaban libres de todas estas maldiciones, pero los sacerdotes tenían que autorizar
su readmisión en la vida social.
El relato se centra en la
respuesta de Jesús: Quiero, queda limpio. El
milagro en sí no se describe, tampoco la actuación de los presentes ni hay
ceremonial alguno. Lo único que hace Jesús es tocarlo, no como parte de ninguna
técnica de curación, sino movido a compasión y, por supuesto, a sabiendas de que,
al hacerlo, infringe una prohibición legal. Queda claro que lo que cura es la
voluntad del Señor, que pone en acto el poder liberador propio del Mesías
anunciado por los profetas (cf. Is 26,19;
35, 5s; 61, 1).
Pero además del poder de Jesús
sobre las fuerzas del mal, el texto destaca que el milagro es posible por la fe.
No es una acción mágica; se encuadra dentro de una relación entre dos personas.
El enfermo se dirige confiadamente a Jesús, reconoce su poder y mueve su
voluntad. Por su parte, el Señor atiende la súplica del que lo implora.
Después de curarlo, le ordena que
se presente al sacerdote y ofrezca el sacrificio prescrito por Moisés, para
quedar reincorporado a la comunidad. Pero más allá de respetar lo mandado por
la Ley es claro que Jesús con este tipo de acciones anula todo motivo de discriminación
y exclusión entre las personas. Con su llegada quedan derribadas las barreras
de separación entre los hombres y queda claramente fundamentado en la nueva ley
el derecho de todos los seres humanos a ser tratados con igualdad y respeto, por
tener una misma dignidad de hijos o hijas de Dios.
El silencio que Jesús impone al
enfermo curado tiene en cuenta la idea errónea que el pueblo se ha formado del
Mesías esperado y evita que en torno a su persona se genere un ambiente de
entusiasmo mesiánico triunfalista. No quiere tampoco que la gente lo siga de
manera interesada, como un simple taumaturgo dotado de poderes sobrenaturales,
y se vean sus curaciones como meros sucesos asombrosos, y no como señales de la
presencia anticipada del reino de Dios.
Finalmente, el gesto del leproso,
de postrarse ante Jesús en señal de adoración, y el invocarlo como Señor, muestran que reconoce la presencia de lo divino en Él. Su
súplica contiene una auténtica confesión de fe cristiana y señala la clave de interpretación
de todo el relato. La figura del leproso adquiere carácter simbólico,
representa al cristiano que, en la Iglesia, encuentra a Jesucristo resucitado
con todo su poder liberador.
El pasado de la acción salvadora se actualiza por la virtud iluminadora de la palabra revelada y hace ver al lector del evangelio que también para él –cualquiera que sea su enfermedad o dolencia, su necesidad o padecimiento– sigue disponible la gracia del Señor como lo estuvo para aquellos enfermos y necesitados a los que liberaba con su poder misericordioso.
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