P. Carlos Cardó SJ
Y llegaron de nuevo a Jerusalén.
Mientras Jesús caminaba por el Templo, los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos se acercaron a él y le dijeron: "¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿O quién te dio autoridad para hacerlo?".
Jesús les respondió: "Yo también quiero hacerles una sola pregunta. Si me responden, les diré con qué autoridad hago estas cosas. Díganme: el bautismo de Juan, ¿venía del cielo o de los hombres?".
Ellos se hacían este razonamiento: "Si contestamos: 'Del cielo', él nos dirá: '¿Por qué no creyeron en él?'.¿Diremos entonces: "De los hombres'?". Pero como temían al pueblo, porque todos consideraban que Juan había sido realmente un profeta, respondieron a Jesús: "No sabemos".
Y él les respondió: "Yo tampoco les diré con qué autoridad hago estas cosas".
La estadía de Jesús en Jerusalén
está cargada de enfrentamientos y polémicas con los dirigentes judíos. Sus
adversarios se ubican en el templo, lugar santo que ellos han convertido en
lugar de comercio y de ejercicio de una autoridad abusiva.
Forman tres grupos, sobre los
cuales Marcos hará caer la mayor responsabilidad en la muerte de Jesús: los
sumos sacerdotes, los escribas o doctores de la ley y los ancianos. Los tres
grupos constituyen el Sanedrín, asamblea suprema de la nación judía. Los
primeros son los jefes del templo, los escribas son juristas y guías del pueblo
y los ancianos son personas respetables que participan por derecho del
Sanedrín.
En varias ocasiones, directamente
o por medio de enviados suyos, han interpelado a Jesús, sobre lo que enseña al
pueblo y las acciones que hace; les irrita el modo como maneja las traiciones
antiguas y que se atreva a violar el descanso del sábado por atender las necesidades
de la gente, sobre todo de los enfermos. En esta ocasión lo interpelan
directamente sobre su autoridad, le exigen que acredite quién le ha nombrado
para las funciones que desempeña, que muestre, por así decir, sus “credenciales”.
Es muy probable que lo que más les
haya irritado sea la expulsión de los mercaderes del templo que Jesús ha
realizado poco antes. Fue una acción profética, simbólica. Con ella Jesús
purificó el templo y lo declaró casa de oración abierta a todos. Al hacerlo, se
puso en la línea de los grandes profetas: Amós, Miqueas, Jeremías, que
criticaron la religiosidad de su tiempo, fueron hostigados por sus
representantes oficiales y dieron su vida por la verdadera religión.
Pero además los sumos sacerdotes
se enardecen contra Jesús porque desenmascara el comercio que mantienen en el templo
con la venta de los animales para los sacrificios y el pago de impuestos para
el santuario.
¿Quién te ha dado autoridad para
actuar así?, le preguntan. Jesús les responde
con otra pregunta, como solían hacer los rabinos en sus discusiones, y deja al
descubierto la mala intención de sus interlocutores. Los deja en un aprieto. El
bautismo de Juan ¿era del cielo?, respóndanme.
Al no querer responder, quedan
obligados a admitir la santidad del bautismo de Juan y a tener que reconocer
igualmente que la obra de Jesús es de origen divino. Han sido más que suficientes
las enseñanzas que Él ha impartido y los signos que ha realizado para darse
cuenta de su identidad de enviado; pero el reconocimiento de esta identidad
implica un grave riesgo para ellos pues les desestabiliza su seguridad, el
poder que detentan y las riquezas que han acumulado.
En suma, Jesús desinstala; quien
reconoce a Jesús como lo que es, enviado del Padre, sabe que su vida debe
cambiar y, sobre todo, debe despojarse de sus falsas seguridades e intereses
personales ilícitos y no intentar defenderse con la respuesta de los jefes
judíos: No sabemos…
Ocurre así muchas veces cuando no se está dispuesto a arriesgar la posición o ganancia lograda para mantener los valores en los que se cree. La raíz de toda incredulidad práctica está en el miedo al riesgo y a las consecuencias del obrar honesto. Creer es vivir con transparencia y rectitud.
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