P. Carlos Cardó, SJ
"Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por Él. El que cree en Él no será condenado; pero el que no cree ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios".
Celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad. Pedimos la gracia de
conocer este gran misterio. Pero recordemos que “misterio” no es una suerte de
enigma que no se puede comprender. Para los cristianos, misterio es una verdad
revelada, es decir, que conocemos porque alguien, en quien confiamos plenamente,
nos las ha comunicado y que, una vez acogida, no deja de dársenosla a conocer,
produciendo efectos en nuestra vida. No es una idea abstracta sino una verdad que
transforma la vida, dándole sentido y calidad.
El misterio de la Trinidad nos dice que Dios es comunidad de personas. No es
un ente abstracto y lejanísimo, sino vida y fuente de vida, y por eso es
comunidad y relación. La expresión de San Juan: “Dios es amor” pone justamente de relieve la relación interna
amorosa que constituye el ser de Dios: el que ama (el Padre), el que es amado
(el Hijo) y el amor con que se aman y se unen (el Espíritu Santo).
Y como hemos sido
creados a su imagen y semejanza, los seres humanos alcanzamos nuestro pleno
desarrollo en nuestra relación de hijos e hijas para con Dios, y de hermanos y
hermanos entre nosotros. Es lo que deseamos realizar con la bendición del
comienzo de la misa: “La gracia de
nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión en el Espíritu santo
estén con ustedes” (2 Cor 13, 11-13).
Guiados por los profetas, los israelitas fueron intuyendo progresivamente
a lo largo de su historia, y siempre de manera velada y fragmentaria, el
misterio del único Dios en tres personas. Vieron a Dios como Padre, creador y señor,
que por pura benevolencia había escogido a su pueblo de Israel para desde él ofrecer
a la humanidad el don de la salvación.
Experimentaron también el misterio de Dios al sentir la fuerza, que como
fuego o viento impetuoso (espíritu) sostiene y orienta la creación, ilumina las
mentes, dispone los corazones para el amor e instruye en el recto obrar
conforme a la ley moral. Y también por inspiración de los profetas llegaron a
intuir que, en el tiempo fijado, Dios enviaría un Salvador, el Mesías, el Señor.
Anunciado como luz de las naciones, pastor, maestro y servidor, el Mesías haría
posible la máxima cercanía de Dios con los hombres, y sería llamado Emmanuel,
Dios con nosotros.
Pero podemos afirmar que sólo en Jesús de Nazaret, en su palabra y en
sus actitudes, en su vida y en su muerte, se abrió para la humanidad el camino
al conocimiento de Dios Trinidad. Ante la revelación de Dios en Jesús de
Nazaret, las antiguas intuiciones de los profetas quedan opacadas. Podemos decir
que sin Jesús, difícilmente habríamos podido conocer que, en efecto, Dios realiza
la unidad de su ser en tres personas: como el Padre, a quien Jesús ora y se
entrega hasta la muerte y es quien lo resucita; como el Hijo, que está junto al
Padre, nos transmite todo su amor liberador y en quien el mismo Dios se hace
presente entre nosotros al modo humano; y como el Espíritu Santo, que es la
presencia continua del amor de Dios en nosotros y en la historia.
Jesús mantuvo con Dios una singular relación de cercanía e intimidad,
que Él expresaba con el lenguaje con que un hijo se dirige a su padre llamándole:
Abbá. Mantuvo con Él la más absoluta
confianza: Tú siempre me escuchas,
decía en su oración; mi alimento es hacer
la voluntad de mi Padre; mi Padre me ha enviado y yo vivo por él; las palabras
que les digo se las he oído a mi Padre; mi padre y yo somos una misma cosa.
Al explicarnos esto, Jesús nos enseñó cómo y por qué Dios es Padre, suyo y
nuestro. Subo a mi Padre y vuestro Padre,
a mi Dios y vuestro Dios.
Asimismo, Jesús reclamó para sí la plena posesión del Espíritu divino.
Se aplicó, sin temor a ser tenido por pretencioso y blasfemo, las palabras de
Isaías: El Espíritu del Señor está sobre
mí porque me ha consagrado; me ha enviado a anunciar la buena nueva a las
naciones... (Lc 4, 18-19; Is 61, 1-2).
Y después de su resurrección, envió desde el Padre al Espíritu Santo a
fin de santificar todas las cosas, llevando a plenitud su obra en el mundo. Por
este mismo Espíritu tenemos acceso a Jesucristo, lo adoramos como Dios y hombre
verdadero. Por Él también tenemos acceso al Padre como hijos e hijas, liberados
de toda opresión y temor. Por Él formamos entre todos una familia especial, más
allá de toda diferencia, la Iglesia en
De este modo, el misterio de la Trinidad se convierte en nuestro
propio misterio: nos realizamos a imagen de Dios no
como individuos aislados sino formando la comunidad humana. Misterio de comunión, la Trinidad nos hace apreciar esta
verdad que da sentido a la vida: la verdad de la comunión fraterna, de la
solidaridad, del respeto y la mutua comprensión, del afecto y la bondad, en una
palabra, la verdad del amor.
Por eso, la fe en Dios Trinidad, encuentra en el amor humano su
expresión más cercana y sugerente. En la unión amorosa del hombre y de la
mujer, de la que nace el niño, podemos tener una continua fuente de inspiración
para nuestra oración y para nuestro empeño diario por hacer de este mundo un
verdadero hogar.
El misterio de
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