domingo, 4 de junio de 2023

Homilía de la Solemnidad de la Santísima Trinidad (Jn 3,16-18)

 P. Carlos Cardó, SJ

Adoración de la Trinidad, óleo y témpera sobre madera de Alberto Durero (1511), Museo de Historia del Arte, Viena, Austria

"Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por Él. El que cree en Él no será condenado; pero el que no cree ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios".

Celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad. Pedimos la gracia de conocer este gran misterio. Pero recordemos que “misterio” no es una suerte de enigma que no se puede comprender. Para los cristianos, misterio es una verdad revelada, es decir, que conocemos porque alguien, en quien confiamos plenamente, nos las ha comunicado y que, una vez acogida, no deja de dársenosla a conocer, produciendo efectos en nuestra vida. No es una idea abstracta sino una verdad que transforma la vida, dándole sentido y calidad.

El misterio de la Trinidad nos dice que Dios es comunidad de personas. No es un ente abstracto y lejanísimo, sino vida y fuente de vida, y por eso es comunidad y relación. La expresión de San Juan: “Dios es amor” pone justamente de relieve la relación interna amorosa que constituye el ser de Dios: el que ama (el Padre), el que es amado (el Hijo) y el amor con que se aman y se unen (el Espíritu Santo).

Y como hemos sido creados a su imagen y semejanza, los seres humanos alcanzamos nuestro pleno desarrollo en nuestra relación de hijos e hijas para con Dios, y de hermanos y hermanos entre nosotros. Es lo que deseamos realizar con la bendición del comienzo de la misa: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión en el Espíritu santo estén con ustedes” (2 Cor 13, 11-13).

Guiados por los profetas, los israelitas fueron intuyendo progresivamente a lo largo de su historia, y siempre de manera velada y fragmentaria, el misterio del único Dios en tres personas. Vieron a Dios como Padre, creador y señor, que por pura benevolencia había escogido a su pueblo de Israel para desde él ofrecer a la humanidad el don de la salvación.

Experimentaron también el misterio de Dios al sentir la fuerza, que como fuego o viento impetuoso (espíritu) sostiene y orienta la creación, ilumina las mentes, dispone los corazones para el amor e instruye en el recto obrar conforme a la ley moral. Y también por inspiración de los profetas llegaron a intuir que, en el tiempo fijado, Dios enviaría un Salvador, el Mesías, el Señor. Anunciado como luz de las naciones, pastor, maestro y servidor, el Mesías haría posible la máxima cercanía de Dios con los hombres, y sería llamado Emmanuel, Dios con nosotros.

Pero podemos afirmar que sólo en Jesús de Nazaret, en su palabra y en sus actitudes, en su vida y en su muerte, se abrió para la humanidad el camino al conocimiento de Dios Trinidad. Ante la revelación de Dios en Jesús de Nazaret, las antiguas intuiciones de los profetas quedan opacadas. Podemos decir que sin Jesús, difícilmente habríamos podido conocer que, en efecto, Dios realiza la unidad de su ser en tres personas: como el Padre, a quien Jesús ora y se entrega hasta la muerte y es quien lo resucita; como el Hijo, que está junto al Padre, nos transmite todo su amor liberador y en quien el mismo Dios se hace presente entre nosotros al modo humano; y como el Espíritu Santo, que es la presencia continua del amor de Dios en nosotros y en la historia.

Jesús mantuvo con Dios una singular relación de cercanía e intimidad, que Él expresaba con el lenguaje con que un hijo se dirige a su padre llamándole: Abbá. Mantuvo con Él la más absoluta confianza: Tú siempre me escuchas, decía en su oración; mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre; mi Padre me ha enviado y yo vivo por él; las palabras que les digo se las he oído a mi Padre; mi padre y yo somos una misma cosa. Al explicarnos esto, Jesús nos enseñó cómo y por qué Dios es Padre, suyo y nuestro. Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.

Asimismo, Jesús reclamó para sí la plena posesión del Espíritu divino. Se aplicó, sin temor a ser tenido por pretencioso y blasfemo, las palabras de Isaías: El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha consagrado; me ha enviado a anunciar la buena nueva a las naciones... (Lc 4, 18-19; Is 61, 1-2).

Y después de su resurrección, envió desde el Padre al Espíritu Santo a fin de santificar todas las cosas, llevando a plenitud su obra en el mundo. Por este mismo Espíritu tenemos acceso a Jesucristo, lo adoramos como Dios y hombre verdadero. Por Él también tenemos acceso al Padre como hijos e hijas, liberados de toda opresión y temor. Por Él formamos entre todos una familia especial, más allá de toda diferencia, la Iglesia en la que Cristo se prolonga por toda la historia. Este es el núcleo central de nuestra fe: un solo Dios que en cuanto Padre crea familia, que en cuanto Hijo crea fraternidad y en cuanto Espíritu Santo crea comunidad.

De este modo, el misterio de la Trinidad se convierte en nuestro propio misterio: nos realizamos a imagen de Dios no como individuos aislados sino formando la comunidad humana. Misterio de comunión, la Trinidad nos hace apreciar esta verdad que da sentido a la vida: la verdad de la comunión fraterna, de la solidaridad, del respeto y la mutua comprensión, del afecto y la bondad, en una palabra, la verdad del amor.

Por eso, la fe en Dios Trinidad, encuentra en el amor humano su expresión más cercana y sugerente. En la unión amorosa del hombre y de la mujer, de la que nace el niño, podemos tener una continua fuente de inspiración para nuestra oración y para nuestro empeño diario por hacer de este mundo un verdadero hogar.

El misterio de la Trinidad Santa no es, pues, una teoría ni un dogma racional. Es una verdad que ha de ser llevada a la práctica. Porque quien confiesa a Dios como Trinidad, vive la pasión de construir comunidad. La Trinidad le inspira sus acciones y decisiones para que todo contribuya a crear una sociedad en la que sea posible sentir a Dios como Padre, a Jesucristo como hermano que da su vida por nosotros, y al Espíritu como fuerza del amor que une los corazones para formar entre todos una sola familia.

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