P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: “No tengan miedo a los hombres, porque no hay nada secreto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse. Lo que les digo de noche díganlo ustedes en pleno día, y lo que escuchen al oído pregónenlo desde la azotea. No tengan miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, teman más bien al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. ¿No se venden un par de gorriones por unas moneditas? Y, sin embargo, ni uno de ellos cae al suelo sin que el Padre de ustedes lo disponga. En cuanto a ustedes hasta los cabellos de la cabeza Él los tiene contados. Por eso, no tengan miedo; no hay comparación entre ustedes y los gorriones. Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte delante de mi Padre que está en el cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré delante de mi Padre que está en el cielo.”
El
texto forma parte de las instrucciones que dio Jesús a sus discípulos antes de
enviarlos en misión. En esta sección, los exhorta a no tener miedo (vv. 26.28.31) y a estar dispuestos a dar testimonio
(vv.32-33).
La primera sentencia de este párrafo se refiere a la
relación que existe entre el discípulo y su maestro, y entre el siervo y su
patrón. El destino de Jesús será también el de sus discípulos. Si lo han
calumniado a Él, atribuyendo su poder de librar a la gente de espíritus impuros
a un influjo de Belcebú, príncipe de los demonios, ellos también sufrirán
incomprensiones y ataques. La Iglesia debe contar con la oposición del mundo a
su labor evangelizadora. Reproducirá así el via
crucis seguido por su Señor y esto
mismo le servirá de consuelo y fortaleza.
No
tengan miedo, les dice a sus discípulos de
entonces y de ahora. Su misión genera sensación de miedo. Ya en el Antiguo Testamento
(en los relatos de vocación), los llamados por Dios perciben en seguida las
dificultades de la tarea y buscan escabullirse del encargo recibido. Moisés, ante
la magnitud de la misión de liberar a su pueblo de la esclavitud, se fija en su
falta de capacidad y replica: ¿Quién soy yo para acudir al Faraón o para
sacar a los israelitas de Egipto? Yo no tengo facilidad de palabra... soy torpe
de palabra y de lengua (Ex 3,11,
4,10).
De
manera parecida reaccionan los jueces (Gedeón: Jue 6,15) y los profetas
(Jeremías: Jr 1,6). Los discípulos de Jesús saben que, por predicar con
libertad, Juan Bautista ha sido asesinado por Herodes (Mt 14,1-12). Ven además que el mismo Jesús, aunque logre
el aplauso de la gente sencilla, choca con la resistencia de los dirigentes. Naturalmente
les da miedo salir a predicar: no todos los van a recibir ni los van a escuchar
(10,14), son enviados
como ovejas en medio de lobos, los van a perseguir… (10,16-25).
En este contexto,
Jesús les repite tres veces: ¡No
tengan miedo! Quiere
que tengan el coraje de anunciar en voz alta, a plena luz, y desde las
terrazas los valores del reino de Dios que Él les ha transmitido en la intimidad
del grupo que ha formado. ¿Y el miedo a la persecución? Tampoco, porque la
tarea evangelizadora no se puede paralizar por la aversión que les demuestren sus
perseguidores.
Podrán
quitarles la vida terrena, pero no podrán arrebatarles la vida que perdura. El
cuerpo no es la vida; viene de la tierra y vuelve a la tierra. La vida que
nadie puede matar es el Espíritu. El problema, por tanto, no ha de ser cómo
salvar el cuerpo, sino cómo vivir la vida corporal, temporal, encarnando en
ella los valores del reino, pues en esto consiste la vida verdadera. Quien no
vive así, está ya muerto.
Además,
los discípulos de Jesús no deben olvidar que, por encima de todos los poderes
del mundo, hay un Dios Padre, en cuyas manos providentes están hasta los
gorriones, que no valen más que unos céntimos en el mercado. Y sin
embargo ni uno de ellos cae en tierra sin que lo permita el Padre. En cuanto a
ustedes, hasta los cabellos de su cabeza están contados. No teman, pues ustedes
valen más que todos los pajaritos juntos.
Así,
pues, el seguimiento de Jesús implica empeñar la vida, sin cálculos ni
restricciones. Y eso sólo es posible para quienes tienen la certeza de que
siguiendo a Jesús alcanzan una indudable plenitud. Como Iglesia, ellos saben
que hay valores en el evangelio que no se pueden transmitir sino en la cruz y desde la cruz. Esto libra a la
Iglesia de querer actuar pensando únicamente en la supervivencia y
seguridad de sus instituciones, o en el mantenimiento de favores y privilegios.
Obrar así es meter la luz bajo el celemín y volver insípida la sal.
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