P.
Carlos Cardó, SJ
Salomé
con la cabeza de Juan el Bautista, óleo sobre tabla de Andrea Solari (1° mitad
del siglo XVI), Museo de Historia del Arte de Viena, Austria
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En aquel tiempo, el rey Herodes oyó lo que contaban de Jesús y les dijo a sus cortesanos: "Es Juan el Bautista, que ha resucitado de entre los muertos y por eso actúan en él fuerzas milagrosas".Pero llegó el cumpleaños de Herodes, y la hija de Herodías bailó delante de todos y le gustó tanto a Herodes, que juró darle lo que le pidiera. Ella, aconsejada por su madre, le dijo: "Dame, sobre esta bandeja, la cabeza de Juan el Bautista".El rey se entristeció, pero a causa de su juramento y por no quedar mal con los invitados, ordenó que se la dieran; y entonces mandó degollar a Juan en la cárcel. Trajeron, pues, la cabeza en una bandeja, se la entregaron a la joven y ella se la llevó a su madre.Después vinieron los discípulos de Juan, recogieron el cuerpo, lo sepultaron, y luego fueron a avisarle a Jesús.Herodes había apresado a Juan y lo había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, pues Juan le decía a Herodes que no le estaba permitido tenerla por mujer. Y aunque quería quitarle la vida, le tenía miedo a la gente, porque creían que Juan era un profeta.
La actividad de Juan Bautista y la de Jesús estuvieron muy
relacionadas. La muerte cruenta de Juan anticipa la de Jesús. Ambos sufren el
mismo destino de los grandes profetas. En su martirio, el enviado de Dios demuestra
que su vida ha estado configurada con la palabra que recibió de lo alto y que
él ha transmitido con todas sus consecuencias; manifiesta así el valor de la
causa a la que se ha entregado. Hay valores que valen más que la vida, esta
verdad se hace patente en la muerte del profeta.
Herodes, el asesino de Juan Bautista, es —junto con Pilato— prototipo de hombre falaz
e inconsecuente. Dice de él San Mateo
que había oído hablar de Jesús. La fe
se inicia por el oído, creemos porque hemos oído, la fe se transmite. Herodes había oído, pero está incapacitado para alcanzar
la verdad, como todos aquellos que oprimen la verdad con la injusticia y causan
la indignación de Dios (Rom 1, 18).
El modo de vivir no deja oír la verdad, la diluye con la
frivolidad, la censura con la prepotencia. El modo de vida de Herodes aparece
implícitamente descrito: el adulterio, la venalidad y la violencia. Todos estos
ingredientes aparecen ostentosamente en el banquete que el rey se organiza por
su cumpleaños. Fiesta de los poderosos sobre el dolor de los inocentes. Fiesta
de cumpleaños con sabor a muerte.
Sobresale en el festín la figura deplorable de Herodías, concubina
incestuosa de Herodes, símbolo del placer que él cree poder darse porque todo
lo puede: se cree capaz de quitarle la mujer a su hermano Filipo, de pisotear
valores universales, de exhibir su inmoralidad a la vista de todos. La mayor
torpeza del corrupto es creerse omnipotente. Esta omnipotencia le hace exhibir
sin temor alguno su adulterio. Pero el santo profeta lo encara: ¡No te es lícito! Como ocurre con
frecuencia en los casos de corrupción, la denuncia pone al culpable en la
encrucijada: o vida o muerte.
La decisión es inevitable. No se puede ser una cosa y al mismo
tiempo su contraria. Pero el malvado elige la muerte del que lo acusa. Por eso Herodes quería matarlo. Quien
obra el mal siente como una amenaza las palabras de quien lo corrige. Y al no
hallar razones, quiere acabar con él, pensando que así quedará tranquilo. Pero
no procede por miedo al pueblo que aprecia al profeta.
La ocasión se produce con el banquete. Belleza, arte y placer aporta la hija de Herodías. Danza ante el
rey y la corte, y encanta. Belleza, arte
y placer, son buenos en sí; pero el mal se sirve de ellos; la belleza se torna
mal gusto, el arte vulgaridad y el placer se prostituye: ya no dan vida sino
producen muerte. Pide lo que quieras,
le dice el que se cree capaz de todo. Incluso juró darle lo que pidiera, quedando obligado a cumplir su promesa insensata. Es muy común este quedar
entrampado el sujeto en sus propias contradicciones. Y por su parte la belleza,
bajo el influjo de la necedad, es capaz de llegar a causar el horror. La muchacha, instigada por su madre, pidió
que le diera en una bandeja la cabeza del Bautista.
Herodes
se entristeció. Rápido se esfumaron belleza y
placer. La tristeza puede ser buena –advierte Ignacio de Loyola para acertar en
el discernimiento– porque hace recapacitar, induce al arrepentimiento. Pero
ocurre muchas veces que el hombre no puede salirse del enredo en que se ha
metido, quedando preso del qué dirán. Y por eso, nada más que por eso, por la
por pura veleidad de no quedar mal
ante los palaciegos, ordenó que le
cortaran la cabeza a Juan. Herodes se pone así entre los primeros de la
larga serie de necios que han creído y creen poder hacer lo que les viene en
gana, hasta despreciar la vida del inocente por cálculo político, por mantener
renombre, autoridad y dominio.
El relato concluye con una nota de piedad: vinieron sus discípulos (de Juan), recogieron el cuerpo, le dieron sepultura y fueron a contárselo a
Jesús.
El historiador Flavio Josefo (Antigüedades
judías, XVIII) se fija en el motivo político del asesinato. Herodes podía
temer que a consecuencia de la predicación del Bautista se armase un movimiento
popular que podría traerle problemas con los romanos, de
quien era vasallo. Los evangelios prefieren resaltar la dimensión moral del
arresto y decapitación del santo y situarlo como precursor, aun en su muerte,
del Mesías Jesús.
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