P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, para enseñar a sus discípulos la necesidad de orar siempre y sin desfallecer, Jesús les propuso esta parábola: "En cierta ciudad había un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres.
Vivía en aquella misma ciudad una viuda que acudía a él con frecuencia para decide: 'Hazme justicia contra mi adversario'.
Por mucho tiempo, el juez no le hizo caso, pero después se dijo: 'Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, sin embargo, por la insistencia de esta viuda, voy a hacerle justicia para que no me siga molestando' ".
Dicho esto, Jesús comentó: "Si así pensaba el juez injusto, ¿creen acaso que Dios no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, y que los hará esperar? Yo les digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿creen que encontrará fe sobre la tierra?".
A veces nos preguntamos por qué Dios no escucha nuestras oraciones
y no interviene para resolver nuestros problemas o cambiar nuestra suerte. La parábola
del juez y la viuda hace ver la eficacia de la oración que alimenta la
confianza del creyente.
Esta parábola es similar a la del hombre que va a medianoche a
casa de su amigo para pedirle tres panes, porque le ha llegado un huésped y no
tiene con qué atenderlo (Lc 11,5-8). Si
el dueño de casa no se levanta a dárselos por ser su amigo, lo hará al menos
para que no siga molestando. Asimismo, en el presente texto, el juez inicuo que
hacía oídos sordos a las súplicas de la pobre viuda, le hará justicia al menos
para que no vuelva a buscarlo. Con ambas parábolas Jesús inculca la necesidad
de orar siempre con confianza y perseverancia (Flp 1,4; Rom 1,10; Col 1,3; 2 Tes 1,11).
Un dato significativo es que se trata de una viuda, que en la
Biblia representa el estamento más desamparado de la sociedad (Ex 22,21-24; Is 1,17.23; Jr 7,6). En
este caso, la viuda, sin esposo ni hijos que la defiendan, enfrenta a un
enemigo. La pobre no puede hacer otra cosa que suplicar con insistencia que se
le haga justicia. La parábola concluye: si un juez inmoral termina por atender
a la viuda, ¿qué no hará Dios por sus hijos e hijas que claman a Él día y noche? (Dt 10,17-18; Eclo 35,12-18).
La parábola no puede ser interpretada como una invitación a la
pasividad. La viuda pone todo de su parte para resolver su problema, insiste
hasta la saciedad ante el juez, reclamándole justicia. Por consiguiente, la fe
y la oración no consisten en endosarle a Dios lo que corresponde a la propia
responsabilidad y esfuerzo.
La fe y la oración no nos eximen de tener que poner los medios a
nuestro alcance para solucionar nuestras necesidades; tampoco nos retiran del
mundo que debemos procurar transformar. La fe y la oración nos llevan a
enfrentar los problemas, a poner solidariamente nuestros talentos al servicio
del prójimo que nos necesita y al servicio de la sociedad, a leer desde el
evangelio nuestra realidad y a inspirar nuestras acciones con los criterios y
valores del reino proclamado por Jesús.
Oración y esfuerzo personal son inseparables y se determinan por
entero a la consecución de su objetivo: ver a Dios en todo y verlo todo en
Dios, vivir unido a Él en el propio interior, en las relaciones con los demás y
en la actuación y trabajo.
De este modo, la fe es el fundamento de la oración y la oración
robustece la fe. Por eso el creyente sabe que, después de haber puesto todo lo
que está de su parte para hallar solución a los problemas, como si todo dependiera
de él, debe abandonarlo todo en manos de Aquel que ve finalmente lo que más nos
conviene y hará mucho más que lo que nuestras débiles fuerzas pueden lograr.
Leyendo páginas bíblicas como ésta se puede ver que Dios no es un
omnipotente impasible, sino un ser que se inclina y hace suya la suerte de sus
hijos e hijas que levantan los ojos a Él esperando su misericordia (cf. Salmo 122). Dios escucha sus súplicas.
Por eso el pasaje que comentamos se cierra con esta frase lapidaria de Jesús: ¿Dios
no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche? ¿Los hará esperar?
Les digo que les hará justicia sin tardar (Lc 18,7).
El cristiano, consciente de la compañía y providencia de Dios, no
debe desfallecer sino insistir en la oración, pidiendo fuerza para perseverar.
Sólo la oración lo mantendrá firme en la esperanza.
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