P. Carlos Cardó SJ
Cuando Jesús estaba ya crucificado, las autoridades le hacían muecas, diciendo: "A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el elegido".
También los soldados se burlaban de Jesús, y acercándose a él, le ofrecían vinagre y le decían: "Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo". Había, en efecto, sobre la cruz, un letrero en griego, latín y hebreo, que decía: "Este es el rey de los judíos".
Uno de los malhechores crucificados insultaba a Jesús, diciéndole: "Si tú eres el Mesías, sálvate a ti mismo y a nosotros". Pero el otro le reclamaba, indignado: "¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Nosotros justamente recibimos el pago de lo que hicimos. Pero éste ningún mal ha hecho". Y le decía a Jesús: "Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí".
Jesús le respondió: "Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso".
En la Fiesta de Cristo Rey, la liturgia trae este texto de San
Lucas del diálogo de Jesús con uno de los ladrones que fueron crucificados con
Él. Es un texto sobre la realeza de Cristo. Nos hace verlo elevado en la cruz,
que es su trono. Desde ella juzga:
perdona a sus enemigos porque no saben lo que hacen y concede su reino a los
malhechores.
Salta a la vista que su realeza no tiene nada que ver con los
sistemas de gobierno de las naciones que se han sucedido en la historia. Jesús ejerce
su autoridad en el servicio y demuestra su poder en su capacidad de amar hasta dar
la vida. Y lo que ofrece como resultado de su gobierno no es lo que el mundo espera.
Él ofrece un reinado universal, de verdad y vida eterna, de santidad y de
gracia, de amor, unión y fraternidad, de felicidad plena, de justicia y paz
inagotables.
Sobre la cruz, Jesús realiza el reinado de Dios que había anunciado
desde el inicio de su predicación. Ahora, en su extrema indefensión, perseguido
y condenado, imparte su lección suprema de amor a los enemigos, perdona a sus
verdugos y ofrece a todos la salvación. Ahora hace realidad lo que parecía
imposible, aquello que había prometido: la felicidad de los pobres, de los hambrientos
y de los afligidos, de los que son odiados y excluidos por su causa, porque de ellos
es el Reino de Dios (Lc 6, 20-23). Así
transforma nuestro mundo maltrecho en la casa común de la humanidad
reconciliada.
¿Es esto un sueño, una ilusión, una utopía…? “¿Quién puede creer
este anuncio?”, se preguntaba ya el profeta Isaías al divisar a lo lejos el
sacrificio redentor del Siervo de Yahvé (Is
53,1). ¿Quién puede creer que las promesas hechas por el Crucificado llegarán
a cumplirse?, pensamos. Y la respuesta es que sólo lo puede aquel que, como el
centurión pagano, al pie de su cruz, descubre su divinidad en su forma de
morir.
Y para que podamos creerlo o se arraigue en nosotros la esperanza,
el evangelio de Lucas nos hace contemplar al Crucificado como el ejemplo del mártir
que, con su sufrimiento, refrenda y certifica la verdad de su causa y el reconocimiento
eterno que Dios hace de Él como el portador de la vida verdadera.
En la cruz del Señor se manifiesta el poder creador de Dios que
cambia los corazones y lo transforma todo conforme a sus designios. Esta
revelación es la que sostiene nuestro empeño en mejorar las cosas cada vez más
porque nos asegura la esperanza, no de algo transitorio y temporal, sino de “cielos
nuevos y tierra nueva en que habite la justicia” (2 Pe 3, 13; Apoc 21,1).
No todos lo creen, ni lo esperan. Esta esperanza es para los
humildes y sencillos, no para los sabios de este mundo (Lc 10,21; Mt 11,25), que cierran su corazón. Éstos aparecen en el
relato de Lucas representados por las autoridades que se burlan de Jesús y
gritan: “¡Sálvese a sí mismo!”. Su grito expresa la pretensión de quienes
intentan calmar su miedo a la muerte, poniendo su vida a salvo a cualquier
precio, sobre todo mediante el dinero y el poder. Lo único que esperan es no
tener que morir.
Pero Jesús no nos libra de la muerte (no dice al ladrón
arrepentido: Tú no morirás). Jesús nos libera de la raíz de todo mal, que es el
pecado, la afirmación ególatra, que lleva a los hombres a cerrarse en sí mismos,
a cuidarse, aprovecharse y disfrutar sin pensar en Dios ni en los demás, para acabar
finalmente solos, vacíos y sin promesa, por no haber acogido ni amado realmente.
De esa perdición nos libra el Crucificado, es la liberación más
fundamental. Y lo hace mostrándose cercano a nosotros en nuestros padecimientos
y en nuestra muerte. Acepta morir solo en la cruz, para que nadie se sienta abandonado
ni muera solo en este mundo. De este modo, a la hora de nuestra muerte
justamente, a la hora de ese trance que consideramos el de nuestra mayor
soledad e impotencia, si nuestros ojos se fijan en la cruz, tendremos la
certeza de que hallarán la felicidad eterna, que consiste en la compañía de Cristo
a nuestro lado. Hoy estarás conmigo en el
paraíso, nos dirá.
El buen ladrón, convencido de su culpa y confiado en la
misericordia del que ha sido crucificado con él, es el único hombre al que el
mismo Jesús canoniza directamente, llevándolo consigo. Él es el prototipo de
todos los santos y santas del Nuevo Testamento, pecadores salvados por la cruz
del Señor. Sus palabras me enseñan a ver mi realidad de otra manera y a
comprobar que, en efecto, Dios está aquí, conmigo, en mi pena, para que yo
pueda estar con Él.
La cruz del Señor y mi cruz se hacen una porque el mismo Señor me concede
estar juntamente crucificado con Él (Gal
2,20) y comprobar cómo el amor puede transformar el sufrimiento. Cualquier
otro milagro que Dios hiciera en mi favor no podría demostrarme tanto su poder
sanante y liberador. Su cercanía a mí en el dolor –cualquiera que éste sea–, quita
de mi mente todo engaño: Dios es amor y me ama, a mí, pecador. Puedo vivir y
morir en paz porque estaré con Él. El paraíso, la vida eterna, el cielo, como
queramos llamarlo, será estar con él. “Tú estarás conmigo”, nos dice, porque yo,
el Emmanuel, estoy siempre contigo.
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