P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, cuando Jesús se acercaba a Jericó, un ciego estaba sentado a un lado del camino, pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntó qué era aquello, y le explicaron que era Jesús el nazareno, que iba de camino. Entonces él comenzó a gritar: "¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!".
Los que iban adelante lo regañaban para que se callara, pero él se puso a gritar más fuerte: "¡Hijo de David, ten compasión de mí!".
Entonces Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran. Cuando estuvo cerca, le preguntó: "¿Qué quieres que haga por ti?".
Él le contestó: "Señor, que vea".
Jesús le dijo: "Recobra la vista; tu fe te ha curado". Enseguida el ciego recobró la vista y lo siguió, bendiciendo a Dios y todo el pueblo, al ver esto, alababa a Dios.
Jesús ha anunciado tres veces que va a padecer en Jerusalén a
manos de los sumos sacerdotes y jefes del pueblo, pero a sus discípulos aquel lenguaje les resultaba totalmente
oscuro (v. 34).
Llegan así a la ciudad de Jericó, cerca ya de la capital, y ocurre
algo que va a servir para ejemplificar la necesidad de la fe para “ver” y
comprender el camino de Jesús. Un ciego, que estaba sentado al borde del camino
–y que en el texto paralelo de Marcos se le designa con el nombre de Bartimeo–
oyó pasar gente y preguntó qué era aquello. Le dijeron que era Jesús de Nazaret,
y se puso a invocarlo con el título mesiánico de Hijo de David, suplicándole a
grandes voces que tuviera compasión de él.
La ceguera suele significar en los evangelios la falta de fe. El ciego del relato es presentado como prototipo
de quien se deja iluminar por la Palabra y se convierte en discípulo de Jesús. Aparece
al borde del camino, no en el camino propiamente, como quien puede estar muy
cerca de la fe, pero no ha dado aún el paso a la adhesión libre. Ocurría así
con los fariseos, sacerdotes y escribas, que se tenían por expertos en Dios,
pero habían inmovilizado a la gente con su religión de la ley que mata la
libertad. No entraban en el camino ni dejaban entrar a otros, quedándose fuera,
al borde…
La fe supone un proceso, que se inicia por el oído. El ciego
primero escucha que el hombre que va a pasar a su lado es Jesús, que significa Yahvé salva.
Acoge de inmediato la buena noticia y lo invoca a grandes voces como el Hijo
de David, como el Mesías esperado. Llamarlo por su nombre y poner en Él
la confianza es entrar en la relación personal propia de la fe que salva. Todo el que invoca el nombre del Señor se
salvará (Hech 2,21). El ciego lo sabe y al Hijo de David le pide compasión
y misericordia. Se ha encontrado con aquel que es la misericordia de Dios
encarnada.
Vienen entonces las dificultades de la fe. Los que iban delante lo
reprendían para que se callara.
El camino de la fe no es llano y sin obstáculos, las dificultades pueden venir
incluso de aquellos de quienes se podría esperar apoyo y comprensión. Se puede suponer
que entre los que iban delante estaban los discípulos de Jesús. Las piedras de
tropiezo pueden ser puestas aun por los representantes de la religión.
Nunca ha sido fácil seguir a Jesús. Él nos lo ha advertido: los envío como corderos en medio de lobos (Lc
10, 3). Los odiarán por mi causa (Mt
10, 22). Se levantarán contra ustedes
toda clase de sospechas (Mt 5, 11). El ciego demuestra la perseverancia en
la fe: en vez de dejarse convencer por los que lo reprendían, él
gritaba con más fuerza.
Jesús entonces mandó que se lo trajeran. Aunque ciegos, los discípulos pueden y deben conducir a Jesús a quien
desea verlo. A pesar de sus propias contradicciones, el cristiano debe acercar
a otros a Jesús. Es el misterio de las mediaciones humanas, siempre
defectuosas, de las que se vale el Señor para atraer a sí a los que buscan una
vida mejor.
La pregunta que Jesús le dirige –¿Qué quieres que haga por ti?–
no es innecesaria: Aunque Dios conoce nuestra necesidad, es importante expresar
el deseo. En él se contiene nuestra confesión de fe-confianza, y entonces todo
lo que pidamos, Él nos lo dará (Jn 14, 13).
Es lo que hace el ciego del relato: llama Señor a Jesús. Ve en el Nazareno la
gloria de Dios, ve en el hombre Jesús al Señor, al Kyrios, ungido por Dios para salvarnos.
Y Jesús hace que el ciego recobre la vista, con lo que da ocasión
para que toda la gente estalle en gritos de alabanza a Dios. Al curarlo, Jesús
afirma implícitamente que Él es el hijo de David; y al dar vista al ciego,
lleva a cumplimiento lo que se había dicho de Él (Lc 4,18; 7,22; Is 61,1).
Tu fe te ha salvado. Es el
milagro. La fe es luz verdadera, visión. Queda así claramente indicado el
proceso de la fe: primero el oír, después el invocar el Nombre reconociendo la
propia situación, para finalmente seguir al Señor con una vida nueva, plena de
dignidad y sentido.
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