P. Carlos Cardó SJ
Día para recordar y agradecer a Dios por todas las personas santas que hemos conocido y que han sido para nosotros reflejos de la bondad y santidad de Dios, modelos de vida, que velan e interceden por nosotros. Ellos gozan de la visión de Dios, hayan sido o no canonizados por la Iglesia. Cada uno puede recordar nombres y rostros.
Este día es también una oportunidad para recordar la
llamada a la santidad que todos recibimos en el bautismo. Esa vocación universal
ha de vivirla cada uno según su propio estado de vida. La santidad no es patrimonio de unos cuantos
privilegiados. Es el destino de todos, como lo ha sido para esa multitud de
santos anónimos que hoy recordamos.
La
lectura del Apocalipsis habla del gentío que sigue al Cordero, Cristo
resucitado. Ciento cuarenta y cuatro mil es el cuadrado de 12 (número de las
tribus de Israel) multiplicado por mil. Cifra simbólica, no número exacto, sino
multitud. Entre ellos debemos estar, es nuestra vocación. Tengamos confianza. Después
de éstos viene una muchedumbre inmensa, de toda nación, razas, pueblos y
lenguas. Los salvados son
un grupo incontable y universal. Llevan vestidos blancos porque han sido
justificados. Dios los ha encontrado dignos de sí y, después de haber padecido
duras pruebas, sus vestidos han sido blanqueados en la sangre del
Cordero.
San Juan, en la segunda
lectura (1Jn 3,1-3) dice que la salvación se
vive en el presente. Hoy se puede escuchar
la llamada del Señor a una vida ejemplar y santa.
Hoy podemos hacernos, mediante la gracia, rehacer en nosotros la imagen rota de
Dios nuestro Creador y configurarnos con la imagen de Jesucristo.
Es
el sentido de nuestra vida: acoger la santidad, patrimonio de Dios y que Él nos
transmite por su gracia, hasta que seamos transformados en su gloria y Él sea
todo en todos (cf. Rom 8,29; Gal 2,20; 2
Cor 3,18; Col 3,10). La santidad es eso: seguir e imitar día a día al
Bienaventurado, al “Santo y feliz Jesucristo”. Él mismo, cuando quiso
mostrarnos su corazón y cuál es el mejor camino para imitarlo, nos dejó un
retrato suyo en las Bienaventuranzas.
Bienaventurados
los pobres.
A ejemplo de Jesús, que no tuvo donde reclinar la cabeza y no se
reservó nada para sí, por darlo todo a los demás, el cristiano se despoja de sí
mismo para no buscar otro interés que amar y servir en todo. Esta persona es
humana por antonomasia y ha hallado la clave de la verdadera felicidad.
Bienaventurados
los mansos. Revestido de sentimientos de humildad
y mansedumbre, a ejemplo de su Señor, manso y humilde de corazón, el cristiano
no devuelve mal por mal, soporta a los demás con amor, y se muestra solícito en
conservar la unidad del espíritu con el vínculo de la paz.
Bienaventurados
los que lloran.
También a ejemplo del Señor, varón de dolores, el cristiano vive
llena de amor y actitud de ofrenda sus aflicciones y tristezas. Sabe que debe aún transitar por los
caminos de la tristeza, pero nunca se siente solo (14,18) porque el Señor
resucitado les hace compartir su gozo en medio de las lágrimas del mundo.
Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de justicia. Estos cristianos aspiran con
pasión a encarnar en sus vidas la justicia de Dios, que es la santidad, cumbre
del amor misericordioso, y colaboran en la gran tarea de establecer en la
sociedad la equidad y la justicia, basadas en la fraternidad.
Bienaventurados
los misericordiosos.
En ser misericordiosos como el Padre, condensó Jesús la perfección humana y
cristiana. Por eso, quien lo sigue, tiene como Él entrañas de misericordia ante
el hambre y la miseria de sus hermanos, sabe adoptar el gesto y la palabra
oportuna frente al hermano solo y desamparado, y se muestra disponible ante
quien se siente explotado y deprimido.
Bienaventurados
los limpios de corazón.
Jesús tenía a Dios su Padre en el centro de su persona. Mirando su
corazón, el cristiano se esfuerza por purificar sus afectos, su inteligencia y
sus deseos, para no estar dividido por conflictos de
lealtades, ni mezcla de intereses, para ser auténtico y veraz, no hipócrita ni
inseguro. Puede así ver a Dios en todo y a todo en Dios.
Bienaventurados
los que construyen paz.
La paz verdadera que es fruto de la justicia y de la
reconciliación; la paz que es tarea de quienes se hacen hermanos y crean
fraternidad y por eso, en el Hijo, serán llamados también hijos de Dios. Estas
personas fomentan la armonía en las relaciones de las personas consigo mismas,
con la naturaleza y con Dios. Y hacen que la Iglesia sea el espacio de la unión y la concordia entre los
pueblos.
Bienaventurados
los perseguidos.
Valerosos pero no temerarios, asumen que le vendrán incomprensiones,
ataques y aun persecuciones por vivir y defender el evangelio. Saben que su
maestro venció al mundo (Jn 16,33) y que
los enemigos pueden matar el cuerpo pero no pueden nada contra su alma (Mt 10,28s). La confianza en el Espíritu que
los asistirá en las tribulaciones, los hace mirar con confianza el futuro.
Así,
mirando a su Hijo, pensó Dios al ser humano, a cada uno de nosotros, cuando nos
fue formando del polvo de la tierra (Gen
2, 7; Sal 139,15).
En
la fiesta de todos los santos agradecemos el vínculo profundo que une a los que
todavía peregrinamos en la tierra y los que han entrado ya en la plenitud de la
vida en Dios. Formamos con ellos una gran familia. Ellos, alcanzada ya la meta
de nuestro caminar, velan por nosotros. Un día nos encontraremos. Sintamos
ahora la ayuda y apoyo que nos brinda esa inmensa multitud de testigos de
Cristo que nos rodea.
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