P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Cuando vean a Jerusalén sitiada por un ejército, sepan que se aproxima su destrucción. Entonces, los que estén en Judea, que huyan a los montes; los que estén en la ciudad, que se alejen de ella; los que estén en el campo, que no vuelvan a la ciudad; porque esos días serán de castigo para que se cumpla todo lo que está escrito.
¡Pobres de las que estén embarazadas y de las que estén criando en aquellos días! Porque vendrá una gran calamidad sobre el país y el castigo de Dios se descargará contra este pueblo. Caerán al filo de la espada, serán llevados cautivos a todas las naciones y Jerusalén será pisoteada por los paganos, hasta que se cumpla el plazo que Dios les ha señalado.
Habrá señales prodigiosas en el sol, en la luna y en las estrellas. En la tierra, las naciones se llenarán de angustia y de miedo por el estruendo de las olas del mar; la gente se morirá de terror y de angustiosa espera por las cosas que vendrán sobre el mundo, pues hasta las estrellas se bambolearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube, con gran poder y majestad. Cuando estas cosas comiencen a suceder, pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación".
El texto de hoy es continuación del discurso apocalíptico de Jesús
sobre el destino cósmico, el fin del mundo. Las imágenes que emplea –semejantes
a las de los libros bíblicos del género literario de la apocalíptica– describen
simbólicamente la victoria final de Dios sobre las fuerzas del mal. No revelan cosas
extrañas y ocultas, sino el sentido profundo de nuestra realidad presente: nos
quitan el velo, que nuestros miedos y errores nos ponen sobre los ojos, para
que podamos ver aquella verdad que es la palabra última de Dios sobre el mundo
(escatológico = que dice la última y definitiva palabra). El lenguaje
apocalíptico es lleno de colorido, de trazos y tintes fuertes, de imágenes
impactantes y paradojas. ¿Pero no es chocante y paradójica la realidad que
muchas veces vivimos?
El interés del evangelista es hacernos ver que vamos hacia la
disolución del mundo viejo y, al mismo tiempo, al nacimiento del nuevo y que
hay una relación entre la meta final y el camino que estamos llevando. Dios
realiza su plan en la historia, no fuera de ella. En esta realidad nuestra con
sus contradicciones y en la vida personal del discípulo, se desarrolla el
misterio de la muerte y resurrección de Jesús, que culminará en nuestra
participación en la plenitud del reino de Dios. Hacernos ver esto es la
finalidad del discurso de Jesús, que por lo demás se niega a responder a la
curiosidad por saber “cuándo” va ser el fin del mundo y cuáles van a ser las
señales para reconocerlo. Él ha venido a enseñarnos que el mundo tiene su
origen y su fin en Dios, que es nuestro Padre, y a invitarnos a vivir el
presente desde esta perspectiva, que da sentido a la vida.
Lucas escribe su evangelio entre los años 80-90 d.C. cuando ya se
había vivido la destrucción de Jerusalén y del templo (66-70), en la que –según
Flavio Josefo– murieron 1’1000,000
judíos y 97,000 fueron hechos esclavos. Las cifras pueden haber sido
aumentadas, pero el hecho indudable es que aquello fue una pavorosa tragedia
para Israel, tanto que la gente vio en ello el cumplimiento de la profecía de
Daniel, cap. 8. Lucas usa concretamente ese acontecimiento catastrófico ya
vivido para iluminar el presente y el futuro. Y hace una clara advertencia: se
inicia el tiempo de las naciones, el tiempo de los judíos ya ha pasado. En
Hechos de los Apóstoles, esto equivale a la difusión del cristianismo en las
naciones paganas. En el relato de Lucas, los signos cósmicos vienen, pues, a
continuación de los acontecimientos históricos y son leídos del mismo modo,
como sucesos propios del transcurso de la historia.
El texto está construido como en contrapunto: por un lado, los
grandes trastornos cósmicos que llenan de terror a los hombres; por otro, la
palabra del Señor que infunde confianza y garantiza el acontecimiento final de
la liberación. La venida del Hijo del hombre traerá consigo la realización de
todo anhelo. Por eso Pablo afirma que desea ser arrebatado al cielo para ir al
encuentro de Cristo y estar para siempre con él; o ser liberado del cuerpo para
estar con Él (1 Tes 4; Fil 1). Quien
ama al Señor no puede sino desear su venida y mantener el deseo supremo, que se
expresa en la invocación: Marana-tha, Ven
Señor.
Cuando
comiencen estas cosas, es decir, las guerras, el hambre,
la destrucción de Jerusalén, las catástrofes cósmicas, el temor y la angustia, el
Señor espera que sus discípulos y seguidores reconozcan que son cosas propias
de la historia humana en el mundo, y son producto del mal que ha de
desarrollarse misteriosamente junto al misterio de la salvación ganada para
nosotros por la cruz del Redentor, y que habrá de revelarse al fin.
Levántense,
alcen la cabeza, dice el Señor. No se dejen abatir
por el temor y la desesperanza cuando ocurran cosas así. Si la cruz es
salvación del mundo, las tribulaciones darán paso a la liberación que ya se acerca. El cristiano, asociado a
la pasión de Cristo, ve acercarse el Reino de Dios.
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