P. Carlos Cardó SJ
En aquella ocasión Jesús exclamó: «Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, pues así fue de tu agrado. Mi Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo se lo quiera dar a conocer».
Este trozo del evangelio de San Mateo es uno de los textos
fundamentales del Nuevo Testamento. Se le conoce como el grito de júbilo de
Jesús (11,25-27) y hay quienes afirman que estos versículos son quizá los más
importantes de los evangelios sinópticos.
El texto hace referencia a una típica oración de Jesús. Lo central en ella es el apelativo Abba,
Padre, con que Jesús se dirige a Dios. Expresa afecto, cariño, intimidad,
y deja ver que Jesús se entiende a sí mismo en relación de hijo a padre con
Dios. Es palabra aramea, tierna y primordial para quien la pronuncia y para
quien la escucha; el niño (y también el adulto) la dice por el gozo y confianza
que la presencia de su padre le causa.
Con ella Jesús designa el misterio
insondable de Dios con la máxima cercanía que nadie antes había imaginado. Así
lo siente y así lo ha integrado en su autoconciencia. Y como se trata de la
experiencia afectiva más básica y profunda de un ser humano, se puede decir que
la palabra Abba no se refiere al padre poniendo de lado a la madre (como
opuesta o inferior a él) sino a un padre que ama con amor maternal, como aquel
que más cerca está del niño por su afecto.
La palabra Abbá dirigida a Dios
es central en la fe cristiana. Dios es para nosotros ternura de máxima
intimidad, sin dejar por ello de ser al mismo tiempo el Dios altísimo, Señor del
cielo y de la tierra. Dios es más íntimo a mí que yo mismo y a la vez
totalmente otro, misericordioso y justo, padre y madre.
Jesús reconoce que su Padre tiene una
voluntad que debe cumplirse. Consiste en el establecimiento de su reinado, que ya
ha comenzado, pero todavía no ha llegado a plenitud en su relación con nosotros
y con la realidad del mundo. Lo podemos ver en la acción de quienes se dejan
conducir por la fuerza del Espíritu de Jesús, y es el objeto de nuestra
esperanza, pues culminará al final de los tiempos cuando Dios sea todo en
todos.
La revelación de su ser Padre y la
venida de su reino, Dios las ofrece como un don (gracia). La reciben los
pequeños y los pobres, los de corazón sencillo y los humildes, pero permanece
oculta a los sabios y entendidos de este mundo. Los pequeños y los pobres de
espíritu son los que viven del deseo de la ternura de Dios, anhelan que se
vuelva a ellos y los salve. Los sabios y entendidos, en cambio, no esperan más
que lo que ellos son capaces de producir, no reconocen su necesidad de
reconciliarse, se quedan llenos de sí mismos pero no de Dios.
Jesús se alegra de que el amor del
Padre se ha revelado ya y todo aquel que lo acoge alcanza el poder de
realizarse plenamente como hijo o hija de Dios. Dios ha querido hacernos hijos suyos (Ef 1, 5), así nos ha amado (1 Jn
3,1), y esta condición nuestra la vivimos por el Espíritu que nos hace llamar Abba a Dios. Este Espíritu, dice también
San Pablo, viene en ayuda de nuestra
debilidad, pues no sabemos orar como es debido, y es el mismo Espíritu el que
intercede por nosotros con gemidos inexpresables (Rom 8, 26).
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