P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, como algunos ponderaban la solidez de la construcción del templo y la belleza de las ofrendas votivas que lo adornaban, Jesús dijo: "Días vendrán en que no quedará piedra sobre piedra de todo esto que están admirando; todo será destruido".
Entonces le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo va a ocurrir esto y cuál será la señal de que ya está a punto de suceder?".
Él les respondió: "Cuídense de que nadie los engañe, porque muchos vendrán usurpando mi nombre y dirán: 'Yo soy el Mesías. El tiempo ha llegado'. Pero no les hagan caso. Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones, que no los domine el pánico, porque eso tiene que acontecer, pero todavía no es el fin".
Luego les dijo: "Se levantará una nación contra otra y un reino contra otro. En diferentes lugares habrá grandes terremotos, epidemias y hambre, y aparecerán en el cielo señales prodigiosas y terribles.
Pero antes de todo esto los perseguirán y los apresarán, los llevarán a los tribunales y a la cárcel, y los harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Con esto ustedes darán testimonio de mí.
Grábense bien que no tienen que preparar de antemano su defensa, porque yo les daré palabras sabias, a las que no podrá resistir ni contradecir ningún adversario de ustedes.
Los traicionarán hasta sus propios padres, hermanos, parientes y amigos. Matarán a algunos de ustedes, y todos los odiarán por causa mía. Sin embargo, ni un cabello de su cabeza perecerá. Si se mantienen firmes, conseguirán la vida".
El texto de hoy es continuación del discurso apocalíptico de Jesús
sobre el destino cósmico, el fin del mundo. Las imágenes que emplea –semejantes
a las de los libros bíblicos del género literario de la apocalíptica– describen
simbólicamente la victoria final de Dios sobre las fuerzas del mal. No revelan cosas
extrañas y ocultas, sino el sentido profundo de nuestra realidad presente: nos
quitan el velo, que nuestros miedos y errores nos ponen sobre los ojos, para
que podamos ver aquella verdad que es la palabra última de Dios sobre el mundo
(escatológico = que dice la última y definitiva palabra). El lenguaje
apocalíptico es lleno de colorido, de trazos y tintes fuertes, de imágenes
impactantes y paradojas. ¿Pero no es chocante y paradójica la realidad que
muchas veces vivimos?
El interés del evangelista es hacernos ver que vamos hacia la
disolución del mundo viejo y, al mismo tiempo, al nacimiento del nuevo y que
hay una relación entre la meta final y el camino que estamos llevando. Dios
realiza su plan en la historia, no fuera de ella. En esta realidad nuestra con
sus contradicciones y en la vida personal del discípulo, se desarrolla el
misterio de la muerte y resurrección de Jesús, que culminará en nuestra
participación en la plenitud del reino de Dios.
Hacernos ver esto es la finalidad del discurso de Jesús, que por
lo demás se niega a responder a la curiosidad por saber “cuándo” va ser el fin
del mundo y cuáles van a ser las señales para reconocerlo. Él ha venido a
enseñarnos que el mundo tiene su origen y su fin en Dios, que es nuestro Padre,
y a invitarnos a vivir el presente desde esta perspectiva, que da sentido a la
vida.
Lucas escribe su evangelio entre los años 80-90 d.C. cuando ya se
había vivido la destrucción de Jerusalén y del templo (66-70), en la que –según
Flavio Josefo– murieron 1’1000,000
judíos y 97,000 fueron hechos esclavos. Las cifras pueden haber sido
aumentadas, pero el hecho indudable es que aquello fue una pavorosa tragedia
para Israel, tanto que la gente vio en ello el cumplimiento de la profecía de
Daniel, cap. 8.
Lucas usa concretamente ese acontecimiento catastrófico ya vivido para
iluminar el presente y el futuro. Y hace una clara advertencia: se inicia el
tiempo de las naciones, el tiempo de los judíos ya ha pasado. En Hechos de los
Apóstoles, esto equivale a la difusión del cristianismo en las naciones
paganas. En el relato de Lucas, los signos cósmicos vienen, pues, a
continuación de los acontecimientos históricos y son leídos del mismo modo,
como sucesos propios del transcurso de la historia.
El texto está construido como en contrapunto: por un lado, los
grandes trastornos cósmicos que llenan de terror a la gente; por otro, la
palabra del Señor que infunde confianza y garantiza el acontecimiento final de
la liberación. La venida del Hijo del hombre traerá consigo la realización de
todo anhelo. Por eso Pablo afirma que desea ser arrebatado al cielo para ir al
encuentro de Cristo y estar para siempre con Él; o ser liberado del cuerpo para
estar con Él (1 Tes 4; Fil 1). Quien
ama al Señor no puede sino desear su venida y mantener el deseo supremo, que se
expresa en la invocación: Marana-tha, Ven
Señor.
Cuando
comiencen estas cosas, es decir, las guerras, el hambre,
la destrucción de Jerusalén, las catástrofes cósmicas, el temor y la angustia, el
Señor espera que sus discípulos y seguidores reconozcan que son cosas propias
de la historia humana en el mundo, y son producto del mal que ha de
desarrollarse misteriosamente junto al misterio de la salvación ganada para
nosotros por la cruz del Redentor, y que habrá de revelarse al fin.
Levántense,
alcen la cabeza, dice el Señor. No se dejen abatir
por el temor y la desesperanza cuando ocurran cosas así. Si la cruz es
salvación del mundo, las tribulaciones darán paso a la liberación que ya se acerca. El cristiano, asociado a
la pasión de Cristo, ve acercarse el Reino de Dios.
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