P. Carlos Cardó SJ
Y les dijo: «Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se niegue a creer se condenará. Estas señales acompañarán a los que crean: en mi Nombre echarán demonios y hablarán nuevas lenguas; tomarán con sus manos serpientes y, si beben algún veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán sanos».
Este epílogo del evangelio de Marcos fue añadido hacia la mitad
del siglo II. La razón que dan los exegetas es que a las primeras comunidades cristianas
les causaba desazón el final tan abrupto de Marcos, que cierra su evangelio con
el miedo y la huida de las mujeres del sepulcro vacío (Mc 16, 1-8). Se buscó por eso una prolongación de los relatos que
condujeran a un final más adecuado, armonizando con la temática general del
evangelio. Sin embargo, aunque se trate de un añadido, no deja de ser un texto
inspirado y canónico, es decir, incluido en el elenco oficial de los libro de
la Biblia.
Se pueden percibir en el relato las inquietudes y preocupaciones
de los primeros cristianos de Roma, en donde fue escrito este evangelio. Ellos
no habían visto al Señor, pero basaban su fe Jesucristo en el testimonio que
les transmitieron los primeros testigos, los apóstoles y discípulos del Señor.
Por eso el texto enumera los sucesivos testimonios aportados a la
comunidad. En primer lugar el de María Magdalena. Se alude a la acción sanante
realizada por Jesús en favor de ella, liberándola de siete “demonios”, es
decir, de siete males, siete enfermedades. Luego se subraya el estado de
tristeza y llanto en que estaban los discípulos, que no creyeron en un primer
momento en el anuncio de Magdalena: al oír
que estaba vivo y que ella lo había visto, no le creyeron. Viene después la
alusión a la experiencia de los discípulos de Emaús y al testimonio que dieron
a los demás, y que tampoco fue aceptado. Por último, se menciona la aparición
del Resucitado a los Once reunidos en torno a la mesa. Y pone aquí el redactor
el envío en misión para anunciar la buena
noticia a toda criatura.
Se resalta el valor que tiene la comunidad en la experiencia
cristiana, por ser el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo
permanece en ella, con su palabra y sus acciones salvadoras. Su poder salvador
se prolonga en ella. Y ella vive de su memoria, que actualiza en la celebración
de la fracción del pan.
Los primeros cristianos vivían amenazados, obligados a la
clandestinidad. Una gran preocupación debió ser para ellos cómo conjugar la victoria
de Cristo Resucitado con la persistencia y actuación del misterio del mal en el
mundo. Tenían que abrirse a la fe/confianza en el Señor que, no obstante, sigue
actuando también por medio de los creyentes.
A través de ellos Jesucristo Resucitado continúa anunciando y
manifestando el reinado de Dios y la salvación para el que crea y se bautice. Nuestra
fe en Él da a nuestra vida una orientación bien definida: nos hace anunciadores
del Evangelio que hemos recibido para que otros crean también en el triunfo del
amor de Dios en sus vidas, por Jesucristo su Hijo. En esto consiste el
Evangelio: en que Dios envió a su Hijo para todos tengan vida plena. Pero así
como la salvación que Dios ofrece no obrará en contra de nuestra voluntad, el
Evangelio no se impone a la fuerza; la tarea evangelizadora, nuestra y de la
Iglesia, respeta la libertad de las personas.
Las acciones prodigiosas que Jesús promete a los que crean en Él
son representaciones simbólicas de la salvación y tienen que ver con la
superación de todo lo que oprime a los seres humanos, de todo lo que
obstaculiza la comunicación y la unión entre ellos, y de toda amenaza de la
vida. Tales acciones son signos de la presencia del Reino en nuestra historia,
semejantes a los que Jesús realizaba. La Iglesia, y nosotros en ella, debemos
manifestarlos.
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