P. Carlos Cardó SJ
Mientras tanto, unos maestros de la Ley que habían venido de Jerusalén decían: «Está poseído por Belzebú, jefe de los demonios, y con su ayuda expulsa a los demonios».
Jesús les pidió que se acercaran y empezó a enseñarles por medio de ejemplos: «¿Cómo puede Satanás echar a Satanás? Si una nación está con luchas internas, esa nación no podrá mantenerse en pie. Y si una familia está con divisiones internas, esa familia no podrá subsistir. De igual modo, si Satanás lucha contra sí mismo y está dividido, no puede subsistir, y pronto llegará su fin. La verdad es que nadie puede entrar en la casa del Fuerte y arrebatarle sus cosas si no lo amarra primero; entonces podrá saquear su casa. En verdad les digo: Se les perdonará todo a los hombres, ya sean pecados o blasfemias contra Dios, por muchos que sean. En cambio el que calumnie al Espíritu Santo, no tendrá jamás perdón, pues se queda con un pecado que nunca lo dejará».
Y justamente ése era su pecado cuando decían: Está poseído por un espíritu malo.
Antes de este pasaje, sus parientes habían dicho que estaba loco y pretendieron llevárselo
para controlarlo. Ahora, los expertos
en religión elaboran contra Él una denuncia más peligrosa para que la gente lo
repudie: ¡Tiene a Belzebú! Pero Jesús
no se amedrenta. Obligado a defenderse, reivindica para sí la plena posesión
del Espíritu divino, a cuyo poder se deben atribuir las acciones liberadores
que Él realiza y que demuestran, además, que el reinado de Dios ha comenzado. Si yo expulso los demonios con el poder del
Espíritu de Dios… es que ha llegado a ustedes el reino de Dios (Mt 12,28).
En la acción de expulsar demonios se concentra de la manera mas
gráfica el poder de Dios que actúa en Jesús venciendo al mal. Hoy no se tiene
la misma creencia que se tenía entonces acerca de una eventual presencia física
y una acción maciza del demonio en el mundo y en las personas, pero no por ello
estos textos evangélicos han perdido el valor profundo y el contenido teológico
que tienen como testimonios del poder divino de Jesús.
Gracias a Él, las fuerzas temibles del mal y de la muerte han
dejado ya de ser invencibles. Jesús exorciza, “desdemoniza” el mundo, liberando
al ser humano de todo demonio personal o social, de toda sumisión fatalista a poderes,
energías o fuerzas naturales o sobrenaturales que amenazan la vida y,
finalmente, de sistemas y estructuras que generan injusticias, odio, exclusión
y división en la vida social.
Viene
otro que es más fuerte que él y lo vence…
Jesús es el más fuerte. Su victoria está asegurada. Si algo está claro en el Evangelio
es que con Cristo todo tipo de mal, cualquiera que sea su índole y su poder
nocivo en la marcha de nuestra historia, no importa cuán esclavizante y
corruptor, sutil y oculto pueda parecer, ha sido derrotado y conquistado
definitivamente en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Hablando de ella dice Jesús
en el evangelio de Juan: Ahora el Príncipe
de este mundo será echado fuera (Jn 12,31).
Con muy mala fe, los maestros de la ley y los fariseos difunden entre
la gente que Jesús es un agente de Satanás, cuando no podía ser más evidente
que estaba en abierta lucha contra Él. Jesús los increpa severamente,
haciéndoles ver que incurren en el único pecado imperdonable. La calumnia premeditada
que han lanzado contra Él es un insulto al Espíritu Santo, les dice. El
Espíritu de Dios es el que lo mueve a obrar en todo con amor, como el mismo
Dios actúa.
Quien afirme lo contrario, es decir, que es el espíritu de Satán,
espíritu de odio y de violencia, el que mueve a Jesús, niega con mala fe la
evidencia e insulta al Espíritu Santo. Este comportamiento malintencionado, que
no es un hecho aislado sino una actitud corrompida, les hace optar
obstinadamente contra la verdad por secretas intenciones, cerrar toda
posibilidad de cambio y, por ello, toda posibilidad de recibir el perdón.
Simplemente no reconocen que hacen mal, niegan tener necesidad de perdón, impiden
al Espíritu su obra liberadora.
La misericordia de Dios no tiene límites, pero quien se niega
deliberadamente a aceptar la salvación y el perdón que Dios le ofrece, transita
un camino de oscuridad que conduce a la perdición. Ésta puede producirse no
porque el Señor y su Iglesia no puedan perdonarlo, todo lo contrario, sino
porque la persona misma se cierra a la gracia que se le ofrece. Obrando así
insulta al Espíritu Santo porque rechaza como inútiles sus inspiraciones a la
conversión, al reconocimiento del autoengaño (cf. Jn 16, 8-9) y a la acción de su amor que cambia los corazones.
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