P. Carlos Cardó SJ
Algunas personas han hecho empeño por ordenar una narración de los acontecimientos que han ocurrido entre nosotros tal como nos han sido transmitidos por aquellos que fueron los primeros testigos y que después se hicieron servidores de la Palabra. Después de haber investigado cuidadosamente todo desde el principio, también a mí me ha parecido bueno escribir un relato ordenado para ti, ilustre Teófilo. De este modo podrás verificar la solidez de las enseñanzas que has recibido.
Jesús volvió a Galilea con el poder del Espíritu, y su fama corrió por toda aquella región. Enseñaba en las sinagogas de los judíos y todos lo alababan.
Llegó a Nazaret, donde se había criado, y el sábado fue a la sinagoga, como era su costumbre. Se puso de pie para hacer la lectura, y le pasaron el libro del profeta Isaías.
Jesús desenrolló el libro y encontró el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí. El me ha ungido para llevar buenas nuevas a los pobres, para anunciar la libertad a los cautivos, y a los ciegos que pronto van a ver, para despedir libres a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor.
Jesús entonces enrolló el libro, lo devolvió al ayudante y se sentó, mientras todos los presentes tenían los ojos fijos en él. Y empezó a decirles: «Hoy les llegan noticias de cómo se cumplen estas palabras proféticas».
El
evangelio de hoy tiene dos partes. La primera es el prólogo de la obra de Lucas
(1,1-4). La segunda, cuatro capítulos después, narra el inicio de la actividad
pública de Jesús en Nazaret (4,14-21).
En
el prólogo, San Lucas dice
que su evangelio está dedicado a un cierto Teófilo, que no
sabemos si es un personaje real o ideal. Algunos lo consideran una persona histórica, un ayudante
de Lucas en su tarea evangelizadora. Lo más probable es que se trata de una
figura simbólica que representa al discípulo de todos los tiempos. “Teófilo”
significa “amado de Dios” o “amante de Dios”.
El
discípulo de Jesús, que recibe el evangelio, sabe que Dios lo ama y desea
llegar a amar realmente a Dios. Se puede decir que Lucas dedica su evangelio al
cristiano que quiere llegar a ser un adulto en su fe, consciente de la
responsabilidad que le atañe en el mundo. A ese cristiano lo quiere conducir a
vivir una experiencia similar a la de los discípulos de Emaus, es decir, a
escuchar al Señor, a reconocerlo “al partir el pan” y hallarlo presente en la
comunidad, cuyos miembros dan testimonio de que “verdaderamente el Señor ha
resucitado” (24,34)
Lucas
declara que su intención al escribir su evangelio es componer un relato de
los hechos que se han verificado en torno a Jesús de Nazaret. Hablará de
Jesús empleando las tradiciones
transmitidas por los que fueron primero testigos oculares y luego
predicadores de la Palabra. Por
consiguiente, lo que está en el evangelio no son fantasías del autor,
sino testimonios recogidos tal como fueron transmitidos por los que convivieron
con Jesús. El evangelista comprueba todo exactamente desde el principio y lo presenta de manera ordenada, para que los lectores puedan
conocer y entender mejor a Jesús. Es la finalidad: que conozcan la solidez de
las enseñanzas recibidas.
En la segunda parte del texto de hoy se relata el
acontecimiento que da inicio a la vida pública de Jesús.
Nos dice que Jesús, como era su costumbre, asistió un sábado a la sinagoga de
su pueblo y que se levantó para hacer la lectura. Le dieron un texto del
profeta Isaías y lo explicó aplicándolo a su propia persona. Hizo ver a sus
oyentes que Él era el enviado definitivo de Dios, portador de su Espíritu, que
lo había ungido para anunciar la buena
noticia a los pobres, para anunciar a
los cautivos la libertad y conseguir la libertad a los oprimidos.
Muchos al oírlo se
admiraron de “las palabras de gracia” que salían de su boca; vieron que
en ellas se realizaban las promesas de Dios, proclamadas por los profetas. Al
igual que aquellos primeros testigos, también la comunidad cristiana primitiva
experimentaba en su quehacer diario la gracia de Dios, sentían que el mismo
Jesús resucitado seguía acompañando a los suyos. Para ellos y para nosotros –a
quienes se dirige el Evangelio– las palabras de Jesús son una constante llamada
a la vida plena y realmente feliz que, como la de Jesús, se realiza en el amor
y el servicio, en especial a los pobres y a los que sufren.
Hay
algo importante en el texto de Lucas que debemos tener en cuenta: la referencia
al año jubilar. He venido a proclamar
el año de gracia del Señor, dice Jesús, conforme a lo anunciado por Isaías.
Toda su actividad queda definida a la luz de esta promesa, cuyo cumplimiento definitivo se daría con la venida del Mesías. El año de gracia era el año jubilar que los judíos debían
celebrar cada 50 años según lo prescrito en el libro del Levítico, cap. 25.
En
ese año santo, se condonaban las deudas, se prestaba dinero sin interés a quien
lo necesitaba, se devolvían las tierras o propiedades tomadas por hipotecas
vencidas y se pagaba el rescate de los judíos vendidos como esclavos. De este
modo se devolvía a la tierra la finalidad para la que fue creada por Dios y, en
la creación liberada, todos podían sentirse realmente hijos del mismo padre y
hermanos entre sí. Jesús afirma que para esto ha venido, que esa meta se ha
alcanzado en Él.
Más
tarde, los cristianos de la primitiva Iglesia, según Hechos de los Apóstoles, se
vieron como el nuevo Israel que daba cumplimiento al Año Jubilar proclamado por
Jesús, por lo cual vivían unidos, lo tenían todo en común, repartían los
bienes, compartían el pan (Hech 2, 42-48)
y hacían todo lo posible para que no hubiera pobres entre ellos (Hech 4,32-37).
Asimismo
también nosotros debemos sentirnos llamados a trabajar por la causa de Jesús,
que hoy como ayer tiene el mismo contenido y los mismos destinatarios: hacer
que todos se sientan hijos e hijas de Dios y vivan como hermanos y hermanas, en
una creación liberada de toda injusticia y protegida como nuestra casa común. Esto
se ha de traducir en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, que
será posible con la colaboración de todos. Contamos para ello con el mismo Espíritu
que consagró a Jesús y que sigue disponible también para nosotros desde nuestro
bautismo.
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