P. Carlos Cardó SJ
Siguiendo su camino, entraron en un pueblo, y una mujer, llamada Marta, lo recibió en su casa.
Tenía una hermana llamada María, que se sentó a los pies del Señor y se quedó escuchando su palabra. Mientras tanto Marta estaba absorbida por los muchos quehaceres de la casa.
A cierto punto Marta se acercó a Jesús y le dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para atender? Dile que me ayude».
Pero el Señor le respondió: «Marta, Marta, tú andas preocupada y te pierdes en mil cosas: una sola es necesaria. María ha elegido la mejor parte, que no le será quitada».
San Lucas pone este
pasaje a continuación de la parábola en la que Jesús se identifica con el Samaritano
que atendió al hombre herido por unos bandoleros y le buscó una posada. En el
camino hacia Jerusalén, el Buen Samaritano busca alojamiento en casa de dos
mujeres, Marta y María. Ahora hay una casa que le aloja. El que enseña a
acoger, ahora es acogido.
Poco sabemos de estas dos
mujeres que lo reciben: sólo que son las hermanas de Lázaro (cf. Jn 11, 1-5).
María podría ser la mujer que, en Betania, ungió al Señor antes de su pasión (Mc
14,3-9; Mt 26,6-13). Y algunos comentaristas creen que es la misma que
–según Lc 7, 36ss– se acercó a Jesús con un vaso de alabastro lleno de un
perfume precioso y lo derramó sobre sus pies.
Marta critica a su
hermana porque no la ayuda en los trabajos materiales, en que ella se afana
para acoger a Jesús, como cree que debe hacerlo. Pero Jesús le replica,
invitándola a hacer suya la actitud de María que, a sus pies, escucha
con atención su palabra. Sin la palabra del Señor todo pierde su auténtico
valor e incluso “sabor”.
Se ha dicho
tradicionalmente que Marta representa la actividad y María la oración. Pero no
hay que contraponer a Marta con María ni a la acción con la oración, hay que
integrarlas. Lo que enseña el texto de Lucas es que se ha de purificar la
acción por medio de la oración y escucha del Señor porque, sin esto, la acción
–aunque sea buena y prolífera– puede perder orientación y convertirse en
búsqueda de uno mismo. Con la oración, que nos hace escuchar la Palabra, nuestra
acción se ahonda y purifica.
María
ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán. Jesús elogia la sencilla y sincera receptividad para la escucha.
Con esa disposición, la persona deja entrar en su corazón el amor, que es lo
que da sentido a todo lo que hace por los demás. “Lo único necesario” es
experimentar vitalmente el amor incondicional y desinteresado con que Dios nos
ama. Esto, y sólo esto, da al cristiano la certeza de la que brota la calma y
la quietud en a toda circunstancia. El deber no basta. Hay que descubrir el
valor de lo gratuito. Ya los profetas lo habían intuido: Se salvarán si se convierten y se calman; pues en la confianza y la
calma esta su fuerza, dice Isaías (30,15).
Necesitamos
integración personal y calma interior porque solemos andar divididos y ansiosos.
Los quehaceres y negocios ahogan en nosotros, como zarzas y malezas, la semilla
sembrada en nuestra tierra. Necesitamos parar, recogernos en nuestro interior y
ponernos a los pies del Maestro cada día. Él nos recordará: Busquen, más
bien, el Reino y todas las cosas se les darán por añadidura (Mt 6,33; Lc
12,31). Dejar de escuchar la palabra del Señor, por muchas pretendidas obras
buenas e importantes que se hagan, significa tanto como apartarse del reino y
correr el riesgo de echarse a perder. Pensemos, pues, en lo importante que es saber
integrar el servicio a los demás con la escucha de la palabra de Jesús, sin
tratar de rebajar ésta con falsos pretextos.
Al mismo tiempo, el pasaje de Marta y María nos
recuerda que Dios está llamando continuamente a nuestra puerta. Lo
que pasa es que no queremos oír su llamada o no sabemos cómo acogerlo. Pero hay
algo que el texto evangélico hace evidente: Cuando Cristo llama a mi puerta en la
forma de un hombre o una mujer que necesita mi ayuda, lo que debo hacer no
puede consistir solamente en darle cosas (por valiosas que sean, y que a fin de
cuentas es Él mismo quien nos las da), sino ante todo hacerme consciente de que
es Él quien viene a mí como un regalo en ese hermano o hermana que ha tocado a mi
puerta.
Esto,
pues, debe reflejarse en el trato que le doy. Quien a ustedes acoja a mí me acoge (Mt 10,40). “Hospes sicut Christus”, al huésped se le recibe como a Cristo, dice
la regla benedictina: “Recíbanse a todos los huéspedes que llegan como a Cristo.
…Y al recibir a pobres y peregrinos se tendrá el máximo de cuidado y solicitud,
porque en ellos se recibe especialmente a Cristo, pues cuando se recibe a
ricos, el mismo temor que inspiran, induce a respetarlos” (Regla de San Benito).
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