P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, llegó Jesús a Cafarnaúm y el sábado siguiente fue a la sinagoga y se puso a enseñar. Los oyentes quedaron asombrados de sus palabras, pues enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas.
Había en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se puso a gritar: "¿Qué quieres tú con nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios".
Jesús le ordenó: "¡Cállate y sal de él!". El espíritu inmundo, sacudiendo al hombre con violencia y dando un alarido, salió de él.
Todos quedaron estupefactos y se preguntaban: "¿Qué es esto? ¿Qué nueva doctrina es ésta? Este hombre tiene autoridad para mandar hasta a los espíritus inmundos y lo obedecen". Y muy pronto se extendió su fama por toda Galilea.
La autoridad con que Jesús predicaba causaba
admiración y entusiasmo en la gente sencilla pero enfurecía a los fariseos y
doctores de la ley. Ellos no hacían más que repetir frases de otros, Jesús hablaba
en primera persona, haciendo ver que su autoridad provenía de Dios. Por eso lo juzgaban
como blasfemo que pretendía ponerse al nivel de Dios. Pero Jesús, sin intimidarse,
y llegaba a decir: Las palabras que yo les digo no son mías, sino del Padre
que me ha enviado (Jn 7,16).
Su autoridad, además, se cimentaba en
la unidad inquebrantable que había entre su palabra y su conducta. Transmitía un
mensaje que Él mismo vivía, y esto era tan evidente, que aun sus enemigos llegaron
a reconocer: Maestro,
sabemos que eres sincero, que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te
dejas influenciar por nadie, pues no miras las apariencias de las personas
(Mt 22,16).
Al mismo tiempo, Jesús acompañaba su
palabra con “signos” en favor de la vida, sobre todo de los más necesitados y
de los tenidos por “perdidos”. Tales acciones condensaban su poder sobre el mal
de este mundo, demostraban lo más característico de su misión
salvadora y anticipaban la presencia del reinado de Dios. Así lo afirmó él
mismo: Si yo expulso los demonios con el
dedo (o poder) de Dios, entonces es
que el reino de Dios ha llegado a ustedes (Lc 11, 20; Mt 12,28; cf. Mc
3,22-30).
La gente se daba cuenta de que Jesús no se limitaba a pronunciar
discursos, sino que sus palabras hacían ver la vida con nueva luz, liberaban de
lo que oprime o esclaviza y hacían posible experimentar la cercanía bondadosa
de Dios. Esta es la novedad de la autoridad de Jesús.
En ese tiempo, las enfermedades, sobre todo las mentales y algunas
funcionales como la epilepsia, se atribuían a “espíritus inmundos”. En el fondo
de tal creencia estaba la convicción de que la enfermedad es algo no querido
por Dios porque trastorna el orden de su creación y daña a sus criaturas. El
adjetivo “inmundo” señalaba la idea de algo que está en oposición a Dios. Hoy
llamaríamos a tales “endemoniados” enfermos psiquiátricos, pero no por ello
dejan de ser un signo especialmente sugerente de los efectos del mal de este
mundo sobre la integridad, libertad y salud de las personas.
En el texto de hoy, Jesús demuestra su autoridad realizando una de
estas curaciones en sábado y en la sinagoga. Fue en favor de uno de sus
oyentes, que interrumpió de pronto su enseñanza gritando: ¿Qué tienes tú contra nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a
destruirnos? Sé quién eres, el Consagrado de Dios. Pudo ser un fanático que
reaccionó enfurecido contra la nueva enseñanza de Jesús y el entusiasmo que despertaba
en la gente. Intenta provocar a Jesús para que defina ante el auditorio qué
tipo de mesías encarna, y demuestre que es el salvador esperado.
Jesús no enfrenta al sujeto, sino al mal que lo atormenta. No da
oídos a sus insinuaciones sobre su condición de Mesías, sino que lo libera de
su esclavitud interior. ¡Cállate y sal de
él!, ordenó. Y el espíritu inmundo,
retorciéndolo y dando un alarido, salió de él. Jesús, vencedor del mal,
hace que “los perdidos” sientan que sus vidas, llenas de desesperanza y rencor,
se restablezcan y se reintegren adecuadamente en la sociedad.
Viendo el texto en su actualidad, se puede decir que, por el hecho
de ser miembros de la Iglesia, cuerpo de Cristo, a nosotros se nos encomienda hoy
la misión de “exorcizar” todos esos demonios
que despersonalizan, humillan y enferman a la gente, o deshumanizan las
relaciones en sociedad. A ello se refiere el Papa Francisco cuando enfrenta el
gravísimo problema de la corrupción que, como verdadero espíritu inmundo, invade todos los campos.
“El uso indebido del poder en lo burocrático y político, las argollas
de funcionarios públicos coludidos con intereses privados, la normalización del
soborno y de la coima, son un proceso de persistente descomposición, que “se ha
vuelto natural, al punto de llegar a constituir un estado personal y social
ligado a la costumbre, una práctica habitual en las transacciones comerciales y
financieras, en las contrataciones públicas, en cada negociación que implica a
agentes del Estado... e interfiere en el ejercicio de la justicia con la
intención de los propios delitos o de terceros” (a la Asociación Internacional de Derecho Penal, 23.10.2014).
Tales fenómenos cristalizan la acción del mal en el mundo de hoy. Contra
ella hay que actuar con la autoridad y eficiencia que Jesús muestra en el
evangelio, fruto principalmente de su propia autenticidad y coherencia moral.
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