P. Carlos Cardó SJ
Desposorios de la virgen, óleo sobre lienzo de Domenico
Ghirlandaio (1486 - 1490), Basílica de Santa María Novella, Florencia, Italia
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Jesús dejó aquel lugar y se fue a los límites de Judea, al otro lado del Jordán.Otra vez las muchedumbres se congregaron a su alrededor, y de nuevo se puso a enseñarles, como hacía siempre.
En eso llegaron unos (fariseos que querían ponerle a prueba,) y le preguntaron: "¿Puede un marido despedir a su esposa?"Les respondió: "¿Qué les ha ordenado Moisés?"Contestaron: "Moisés ha permitido firmar un acta de separación y después divorciarse". Jesús les dijo: "Moisés, al escribir esta ley, tomó en cuenta lo tercos que eran ustedes. Pero, al principio de la creación, Dios los hizo hombre y mujer; y por eso dejará el hombre a su padre y a su madre para unirse con su esposa, y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino uno solo. Pues bien, lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe".Cuando ya estaban en casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre lo mismo, y él les dijo: "El que se separa de su esposa y se casa con otra mujer, comete adulterio contra su esposa; y si la esposa abandona a su marido para casarse con otro hombre, también ésta comete adulterio".
Dios ha dado a la persona humana, desde su origen (cf. Génesis 2),
una orientación fundamental a realizarse plenamente en la entrega a la persona
amada. Esta relación encuentra su expresión más y significativa en la unión del
hombre y la mujer, de la que puede surgir una vida nueva, que los hace
participar de la fecundidad de Dios, fuente y origen de la vida.
La Biblia ve una conexión entre la
dualidad de sexos y la propagación de la vida humana (cf. Gén 1,28), pero no
agota ahí el sentido de la sexualidad. Con ella, los seres humanos establecen
una relación de amor y mutua pertenencia, que los lleva a desear y sostener juntos
una vida bien estructurada. Por eso, la procreación de los hijos aparece ya en
el Génesis encuadrada en el marco de una relación de encuentro, compañía y ayuda
mutua: “No está bien que el hombre esté solo –dijo Dios; voy a hacerle alguien
como él que le ayude” (Gén 2,20-23). Con lo cual queda así mismo excluida
cualquier subordinación de un sexo a las pretensiones de poder y a las
necesidades del otro, y toda ofensa a la dignidad asignada a uno y otro sexo.
Sin embargo, en la cultura judía, la
mujer era propiedad del varón y la superioridad de éste se veía refrendada en
la ley de Moisés que concedía al hombre el derecho de divorciarse. Por eso y para
ponerlo a prueba, los fariseos le preguntan a Jesús si es lícito al marido
separarse de la mujer.
La respuesta de Jesús es terminante y contiene dos argumentos. El
primero es éste: si Moisés permitió el divorcio fue por la “dureza del corazón” del pueblo judío, que le impedía comprender en
profundidad los planes divinos y poner en práctica los preceptos más santos.
Jesús critica esta actitud parcial, legalista, que lleva al hombre a quedarse sólo
en lo que señala la ley, y no aspirar a ideales más altos de amor y servicio.
El segundo argumento lo toma Jesús del libro del Génesis,
rebatiendo con él una norma legal secundaria. Lo que está en el Génesis es lo
que Dios quiso desde el principio. El poder repudiar a la esposa es un
añadido posterior, que no concuerda con el plan original del Creador, sino que
parte de conveniencias humanas egoístas.
De este modo, Jesús se pone como garante a la vez de la
estabilidad de la pareja y de la igualdad entre el hombre y la mujer. Por el matrimonio
ambos forman una sola carne, que ninguna autoridad humana puede separar;
eso fue lo establecido originalmente por Dios: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer
y serán los dos uno solo”. La conclusión: “Por tanto, lo que Dios ha
unido, que no lo separe el hombre”, se deduce perfectamente de las
razones aportadas.
Separarse del cónyuge y casarse con otro lo equipara Jesús con el adulterio y así ha de pensar
el cristiano, que confía en la gracia que el Señor no dejará de darle. En el
texto paralelo de Mateo (19,10), los discípulos al oír esto dijeron: Si así son
las cosas, “mejor es no casarse”.
Pero Jesús les responde: “No todos pueden
con eso, sino sólo aquellos a quienes Dios se lo concede” (Mt 19,11). Los discípulos, como muchos hoy, deben
entender que el Señor nunca los abandona y
que lo que resulta imposible a los hombres puede ser factible con la ayuda
de Dios.
Esto supuesto, todos sabemos que el
matrimonio puede naufragar porque siempre está el riesgo del error y siempre la
persona puede manifestar su incapacidad para amar así. Por eso la Iglesia y sus
ministros, siguiendo el ejemplo de Jesús, que era claro en los ideales y
valores, pero comprensivo ante los fracasos, ha de mostrar comprensión, dar
ánimos y acompañar al hermano o hermana que, por la humana flaqueza y
falibilidad fracasó en su matrimonio.
Las mayores frustraciones y más
hondos sufrimientos provienen de la ruptura del amor, precisamente porque es la
fuente de todo buen deseo y de las mayores alegrías. Lo prioritario es curar heridas[i].
Pero, aunque todo esto sea verdad, y aunque sean tan frecuentes los fracasos
matrimoniales, la conclusión no puede ser no casarse, o casarse hasta ver qué
pasa…
No podemos aceptar como lo normal la
“mentalidad divorcista”; con ella no
se puede contraer un matrimonio válido. Muchos lamentablemente se casan con la
idea de vivir juntos mientras dure el amor y uno se sienta feliz, pero ¿de qué
amor hablan? Eso no es el amor cristiano, del que dice san Pablo en 1Cor 13 que no pasa nunca, porque perdona y se
rehace continuamente.
Desde
el punto de vista humano –y no sólo bíblico– no se puede considerar como lo “normal”
un amor sin hondura, que deja abierta la puerta a posibles abandonos,
rupturas, variables y sucedáneos. En el fondo de todo esto late una mentalidad
pesimista y amargada que desconfía en la capacidad de las personas para rehacerse
y no cree en compromisos estables y definitivos.
Esta mentalidad del desaliento
ignora la fuerza de la gracia. Por eso, la indisolubilidad del matrimonio se ve
sólo como una ley, dura ley. Pero la fidelidad indisoluble no es ley sino
evangelio, es la buena noticia de que la gracia de Dios puede transformar el
egoísmo en mutua aceptación, los límites del otro en diálogo y comprensión, las
frustraciones en sano realismo que, cuando falta lo ideal, se aferra a lo
posible, lo disfruta todo lo que puede, y no desespera jamás en la búsqueda del
ideal.
Por todo eso, no basta proclamar
la prohibición del divorcio. Si no formamos a los jóvenes que se han de casar, eso
no conduce a nada. Para que puedan llegar a formar familias estables, ellos necesitan
una formación que los capacite para poner las condiciones necesarias de la
unión matrimonial en una sociedad fragmentada que tiende a desunir. Sólo una
libertad educada en el manejo humano de los sentimientos hace que la persona
sea capaz de entregarse con sentido de unidad e indisolubilidad.
Hoy más que nunca la capacidad de
asumir frustraciones forma parte de la educación del adulto. El evangelio forja
hombres y mujeres de personalidad recia, libres y responsables. Él nos abre los
ojos a la acción de Dios que, sobre todo en los momentos de dolor y de crisis,
mueve a poner con coraje y perseverancia las condiciones necesarias para seguir
unidos, para seguir aspirando al ideal de un amor fiel y duradero, aun cuando
otras voces puedan decirte: ¡abandona, sepárate, divórciate!
La Iglesia no puede dejar de
transmitir las palabras de su Señor. Sería infiel a Él. Ella no nos puede
recortar el horizonte de nuestra generosidad. Por eso, ella nos anuncia la
buena noticia de que somos capaces de aspirar a lo alto y darle a este mundo
nuestro, dividido y fragmentado, el testimonio de un amor capaz de superar
crisis.
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