P.
Carlos Cardó SJ
Reencuentro
de Esaú y Jacob, óleo sobre lienzo de Francesco Hayez (1844), Museo Cívico de
Brescia, Italia
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En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
"Habéis oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo" y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto."
Toda la enseñanza moral de Jesús se resume en: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Ama a
tu prójimo tal como es porque tú y él son iguales hijos e hijas queridos de
Dios.
Quien no ama a su hermano no ama a Dios. No puede nombrar a Dios
como Padre ni tomar parte en el banquete de la fraternidad quien primero no
perdona a su hermano o no hace lo posible para restablecer la relación que se
ha roto.
Para llegar a estos principios morales Israel tuvo que recorrer un
largo camino. En la Biblia Dios habla en lenguaje humano, se adapta al proceso
de maduración de su pueblo y emplea una pedagogía gradual para educarlo y, por
medio de él iluminar a la humanidad.
Se parte del principio de la reciprocidad: si Abraham, padre de la
raza, fue un extranjero de origen pagano, Israel tiene que abrirse al amor al
extranjero. Debe imitar a Dios en su amor misericordioso.
El libro de Jonás describe vivamente lo difícil que fue para los
hebreos aceptar la universalidad del mensaje de salvación. Y la culminación del
largo recorrido hacia el amor universal se alcanza con la enseñanza de Isaías,
concretamente con el horizonte que él
despliega para el anhelo de la paz: llegará el día en que todos los pueblos
acogerán la palabra del Señor, de la que Israel es portador, se guiarán por sus
enseñanzas y entonces de sus espadas forjarán arados y de sus lanzas podaderas. Ya no alzará la
espada nación contra nación, ni se entrenarán más para la guerra. (Is 2,4).
El amor universal hecho norma de vida conduce a establecer
relaciones de justicia a todos los niveles, de las que nace la paz, el desarme mundial
y la conversión de los gastos de guerra en inversiones para el desarrollo
humano.
El amor a todos los semejantes, hasta al enemigo, es una
característica esencial del cristianismo frente a otras religiones. Es una
tendencia común a todo grupo social el emplear el odio y la aversión al enemigo
como medio para reforzar la conciencia colectiva, definir la identidad común y
reforzar la solidaridad entre sus miembros: se ataca y condena a los extraños, se
defiende y apoya a los que son del grupo.
Por esta razón el amor a los enemigos, predicado por Jesús, debió
significar para sus contemporáneos judíos una exigencia radical. La primitiva
iglesia la recogió íntegramente y con la teología de Juan dejó establecido que,
conforme al pensamiento de Jesús, el amor universal, sin excepciones, significa
haber conocido a Dios. Si no se ama, no se tiene fe (Cf. 1Jn 4, 7-8; 3, 11-17).
La lenta y progresiva comprensión bíblica del amor de Dios a todos
alcanza en el Nuevo Testamento su culminación: Dios no tiene enemigos sino
hijos; el cristiano no tiene enemigos, sino hermanos. Una religión que no
llegue a esto, aún tiene camino por recorrer. Matar en nombre de Dios es la más
abominable acción criminal porque va contra el hermano y contra Dios. Lo propio
del cristianismo es morir perdonando, como Esteban el primer mártir.
Todos podemos emplear mal nuestra libertad y hacer sufrir con
nuestras acciones. Más aún, todos –desde Caín– tenemos una cierta inclinación a
la maldad y la hemos cometido, grande o pequeña alguna vez. Pero es innegable
que el odio es una enfermedad del alma. Allí donde se desencadenan el odio y la
venganza como reacción a frente a una violencia, un ultraje, o una injusticia
padecida, allí triunfa el mal.
La víctima inocente se ha dejado afectar por la enfermedad del mal
y lo devuelve, generándose la espiral de la violencia. Etty Hillesum, mártir
judía de Auschwitz que acogió en su corazón el mensaje de paz y de perdón del
cristianismo, dice a este propósito: “No
veo más solución, sino que cada cual examine retrospectivamente su conducta y
extirpe y aniquile en sí todo cuanto crea que hay que aniquilar en los demás. Y
convenzámonos de que el más pequeño átomo de odio que añadamos a este mundo lo
vuelve más inhóspito de lo que ya es” (Journal, p. 205).
Personas así se han aventurado en “un camino que es más excelente
que todos los demás” (1Cor 12,31): el
del amor incondicional a este mundo, a la humanidad pecadora y sufriente y al
Dios de infinita misericordia. Imitarlo a Él es tender a la perfección. Sean perfectos como su Padre celestial,
dice San Mateo. Sean misericordiosos como
el Padre, dice San Lucas.
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