P.
Carlos Cardó SJ
Mujer afligida, mural de Eduardo Kingman (1963), Galería Kingman, Quito, Ecuador |
Jesús tomó la palabra y dijo: «Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana».
La invitación que hace Jesús, ¡Vengan a mí los que están cansados
y agobiados que yo los aliviaré!, se refiere en primer lugar a los
judíos que se veían forzados a practicar una religión convertida por los
fariseos y doctores de la ley en una intrincada red de reglamentaciones
minuciosas de la ley mosaica, que sofocaba la libertad de las conciencias y era
muy difícil de cumplir (Cf. Mt 23,4).
Jesús se muestra como un maestro muy diferente. La ley que enseña
para el ordenamiento de las relaciones con Dios y con el prójimo es un yugo
suave y una carga ligera, porque es ante todo la respuesta agradecida al amor
de Dios que hace hijos e hijas a quienes creen en Él, y quiere ser amado y
respetado con libertad, no por obligación ni por temor.
Además, la originalidad más característica de Jesús como maestro
es que no reduce su enseñanza a la transmisión de normas y prohibiciones, sino
que orienta a sus discípulos a una adhesión a su persona y a su mensaje, que
equivale a seguirlo e imitarlo. A ello invita, no constriñe ni se impone.
Ser discípulo suyo es entrar a una comunidad de vida con Él y con
sus discípulos, caracterizada por relaciones mutuas de afecto y servicio, a
través de las cuales, o al calor de las cuales, el discípulo va asimilando la
forma de ser del maestro, sobre todo su amor misericordioso para con los pobres
y los que sufren.
Por muchos motivos se puede pensar que la práctica de la fe cristiana
hoy está muy lejos de aquella religión de la ley impuesta por el judaísmo
fariseo. Pero no cabe duda que pervive aún como mentalidad en personas que
buscan la seguridad de contar con el favor de Dios gracias al cumplimiento de
lo que está mandado.
Se observa así la ley moral más por el temor al castigo o la
esperanza del premio, que por el amor y gratitud hacia el Padre; pudiendo
llegar incluso a un cumplimiento escrupuloso y rigorista de los detalles de la
ley, pero sin poner en ello el corazón, que es lo Dios reclama.
Jesús llevó a la perfección y condensó toda la moral en su único y
principal mandamiento. Pues la Ley entera
se resume en una frase: Amarás al prójimo como a ti mismo (Gal 5,14). Una religión legalista es fatiga y
opresión y se convierte en muerte porque degenera en la vanagloria de hacer las
cosas para ser visto, en la hipocresía que lleva a juzgar a los demás, y en el orgullo
de quien no puede aceptar la salvación como un don, porque prefiere tener la
seguridad de ganársela con las obras que hace y los deberes que cumple.
El amor cristiano, en cambio, pone a la ley en su lugar, de medio
y no de fin, y mueve a curar a un enfermo aunque la ley prohíba hacerlo en día
sábado, o a sentarse a la mesa con publicanos y pecadores, aunque éste sea un
comportamiento criticable.
Vengan,
yo los aliviaré. La nueva ley del amor que Jesús trae
ensancha el corazón, alivia y descansa, es justicia nueva, que nos hace confiar
no en lo que podemos lograr con nuestros esfuerzos para santificarnos, sino en
lo que puede hacer en nosotros el amor de Dios (1 Cor 5,10).
Responder a la invitación del Señor –Vengan a mí y yo los aliviaré– es, en definitiva, aprender del
corazón de Jesús mansedumbre, humildad, sencillez y amabilidad, en otras
palabras, vivir como hermanos. En esto consiste la verdad que libera, que hace vivir en autenticidad, capaces de
alegría y creatividad, de grandeza de ánimos y corazón ensanchado.
Corazón de Jesús haz nuestro corazón semejante al tuyo.
De esta certeza brota la inquebrantable confianza. Jesús nos la
asegura con sus palabras: Por eso San Claudio de la Colombière llegaba a decir en
su Acto de Confianza: “Dormiré y descansaré en paz… Que otros esperen su
felicidad de su riqueza o de sus talentos; que se apoyen sobre la inocencia de
sus vidas o sobre el rigor de sus penitencias, o sobre el número de sus buenas
obras, o sobre el fervor de sus oraciones. En cuanto a mí, Señor, toda mi
confianza es mi confianza misma. Porque tú, Señor, sólo tú, has asegurado mi
esperanza. En ti, Señor, esperé, y no quedaré defraudado. Y estoy seguro de que
esperaré siempre, porque espero igualmente esta invariable esperanza”.
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