P. Carlos Cardó SJ
Jesús con la cruz a cuestas, óleo sobre lienzo de
Tiziano Vecellio (1565), Museo del Prado, Madrid
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Jesús dijo a sus apóstoles: «No piensen que he venido a traer la paz sobre la tierra. No vine a traer la paz, sino la espada. Porque he venido a enfrentar al hijo con su padre, a la hija con su madre y a la nuera con su suegra; y así, el hombre tendrá como enemigos a los de su propia casa. El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que los recibe a ustedes, me recibe a mí; y el que me recibe, recibe a aquel que me envió. El que recibe a un profeta por ser profeta, tendrá la recompensa de un profeta; y el que recibe a un justo por ser justo, tendrá la recompensa de un justo. Les aseguro que cualquiera que dé de beber, aunque sólo sea un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, no quedará sin recompensa». Cuando Jesús terminó de dar estas instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí, para enseñar y predicar en las ciudades de la región.
Las
recomendaciones que dio Jesús a sus apóstoles al enviarlos a predicar son muy
duras, no dejan lugar a la mediocridad. La adhesión a su persona ha de ser total.
Ante todo, Jesús hace una declaración de su misión: No piensen que he venido a traer la paz…
sino la espada. Ha venido como signo de contradicción: ante Él la gente tendrá
que tomar posición por o contra Él. Sus enseñanzas unen y dividen. La paz que trae no es a cualquier precio; es una
paz que enfrenta todas las formas del mal, pero con el arma de su Palabra, que
como espada de doble filo deja al
descubierto los pensamientos y las intenciones del corazón, lo que es vida y lo
que es muerte (cf Hebr 4,12).
Viene luego una alusión al Profeta Miqueas (7,6) que
refuerza la idea de que su persona puede dividir incluso a los miembros de una
familia. Es obvio que Jesús sabe que el amor a
la familia es un sagrado mandamiento de Dios (así lo afirma varias veces: 15, 3-6;
19, 19); sin embargo, es consciente también de que quien se decida a vivir
conforme a sus enseñanzas podrá experimentar un conflicto entre la lealtad que
le debe a Él y la que debe a su familia; entonces tendrá que preferirlo a Él.
Y
esto no debía asombrar demasiado a los primeros cristianos pues conocían las
enseñanzas de los filósofos estoicos de su tiempo que afirmaban: «el bien debe
estimarse más que cualquier parentesco» (Epicteto). Lo que Jesús afirma es que
el vínculo de la fe ha de prevalecer sobre cualquier otro vínculo, incluso el
de parentesco. El vivir en radicalidad la fe puede acarrear incomprensiones,
críticas y rechazos aun de personas muy queridas, que no comparten todos los
valores del evangelio.
Un eco de la fuerza con que el Dios celoso del Antiguo Testamento
exigía fidelidad (cf. Ex 20,5; 34,14; Dt
4,24) resuena en las palabras de Jesús. No se le puede poner por debajo de nadie
ni de nada. La adhesión a su persona ha de estar por encima. Por tanto, se han
de posponer otros bienes y valores, que pueden seguir manteniendo su poder de atracción.
El creyente sabe cuál es la prioridad
y por eso su opción fundamental hace que el “valor” Dios, sea el más
importante, en torno al cual debe girar toda su vida, y ante el cual todo ha de
quedar relativizado. El que quiere a su
padre o a su madre más que a mí no es digno de mí, y el que quiere a su hijo o
a su hija más que a mí no es digno de mí…. El que encuentre su vida la perderá,
y el que pierda su vida por mí, la encontrará.
No
dice que dejemos de amar a nuestros seres queridos, padres, hermanos, hijos...
Lo que dice es que quien ama a su padre o a su madre más que a Él, no es digno
de Él. No se le puede amar menos porque
ya no sería el Señor, a quien se debe amar con todo el corazón y por encima de
todo. Y si se le puede amar así –por encima de todo– es porque Él nos amó
primero (1 Jn 4, 19) y se entregó a
la muerte por mí (Gal 2,20).
A
su pasión por mí, respondo con mi pasión por Él. Así, Cristo viene a ser vida
para el creyente, lo más importante del mundo, más que la familia, más que la
propia vida.
Por
lo demás, todos sabemos lo que puede ocurrir en las familias cuando uno de sus
miembros opta por un cristianismo más auténtico, o siente la vocación a una
mayor entrega en la Iglesia, o asume un estilo de vida solidario que le lleva a
encaminar su vida profesional más a servir que a ganar dinero.
El solo hecho de querer obrar con rectitud en una
sociedad marcada por la corrupción de las costumbres, puede
llevar al cristiano a la encrucijada de tener que optar entre lo que le ofrecen
los hombres –que pueden ser incluso personas muy cercanas– y lo que pide
Cristo.
En
tales momentos el cristiano opta por Cristo y lo hace sin dejar en absoluto de
amar a los suyos, aun sabiendo que puede quedarse solo, y sólo por la certeza
interior de que, en definitiva, no puede haber oposición entre
los amores humanos y el amor a Dios. Este cristiano redescubre y engrandece el
amor que les tiene a sus seres queridos. Ha aprendido a amarlos en Dios y según
Dios, ha aprendido a amarlo todo en Dios y para Dios.
La exigencia de la cruz, final y resumen de todo, incluye
estar listo a dar la vida. No es amar a la cruz por sí misma ni al dolor por el
dolor, sino desear imitar y seguir a Jesús hasta donde sea necesario, aun a
riesgo de la propia vida. Una entrega así asegura el logro más feliz de la
persona antes y después de la muerte.
El
texto termina con un elogio de todo aquel que acoge al que va en nombre del
Señor, al que es discípulo suyo, aunque sea un pobrecito. Hay una identificación entre los enviados y Jesús que
los envía, su ser y su actuar se continúan en ellos: el que a ustedes
recibe, a mí recibe, y el que me recibe a mí, recibe al que me ha enviado (Mt 10,40; cf. Mt 25,31-46). El que dé de beber a uno de estos pobrecitos
porque es mi discípulo, no perderá su paga.
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