miércoles, 4 de julio de 2018

Curación de dos endemoniados (Mt 8, 28-34)

P. Carlos Cardó SJ
El milagro de los cerdos de Gadarene, óleo sobre lienzo de Briton Riviére (1883), Galería Tate de Arte Moderno, Inglaterra
Cuando Jesús llegó a la otra orilla, a la región de los gadarenos, fueron a su encuentro dos endemoniados que salían de los sepulcros. Eran tan feroces, que nadie podía pasar por ese camino. Y comenzaron a gritar: "¿Que quieres de nosotros, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí para atormentarnos antes de tiempo?".A cierta distancia había una gran piara de cerdos paciendo. Los demonios suplicaron a Jesús: "Si vas a expulsarnos, envíanos a esa piara". El les dijo: "Vayan".
Ellos salieron y entraron en los cerdos: estos se precipitaron al mar desde lo alto del acantilado, y se ahogaron. Los cuidadores huyeron y fueron a la ciudad para llevar la noticia de todo lo que había sucedido con los endemoniados. Toda la ciudad salió al encuentro de Jesús y, al verlo, le rogaron que se fuera de su territorio.   
La narración de Mateo resulta muy reducida en comparación con el texto más antiguo de Marcos. No hay en ella detalles descriptivos de la curación, ni de lo que ocurrió después. Todo se centra en la persona de Jesús. El endemoniado de Gerasa del texto de Marcos se convierte en dos endemoniados de Gadara, según Mateo. La región es la misma, la Decápolis, en Transjordania, territorio de paganos en el que no se conoce a Dios y el mal actúa libremente. Y la intención es la misma: demostrar que también allí la acción salvadora triunfa. Jesús destruye de raíz el mal y disipa nuestros miedos porque ha vencido al príncipe de este mundo, que tenía el poder de la muerte.
En muchas culturas antiguas ciertas enfermedades orgánicas o mentales, que suelen impresionar por la forma estremecedora con que perturban al paciente, se atribuían a influjos diabólicos. La creencia en la presencia y actuación masiva de espíritus y demonios formaba parte de la cultura de muchos pueblos. En la Biblia, y en los evangelios en particular, los endemoniados eran personas que padecían la acción del espíritu adversario, mentiroso y creador de división. Sus víctimas quedaban escindidas, separadas de su yo auténtico, agresivas hasta dar miedo, como dejadas de la mano de Dios, sin que nadie pudiera hacer nada para liberarlas.
En el fondo de estas creencias, sin embargo, había un contenido de verdad innegable: la enfermedad es algo que Dios no puede querer porque trastorna el orden de su creación y daña a sus criaturas. Además, la teología subyacente a este tipo de relatos evangélicos resalta el hecho de que diversas curaciones realizadas por Jesús manifestaban a los ojos de la fe el poder salvador de Dios que vence a Satán, rompe las cadenas de la gente, le quita poder determinante al mal sobre la existencia humana y abre para todos nuevas posibilidades de vida. Jesús mismo hacía ver que esas acciones eran signos del triunfo del amor salvador de Dios: Si expulso los demonios con el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a ustedes” (Mt 12,28; Lc 11,20).
Jesús vino a exorcizar este mundo en el que el mal y el pecado actúan a veces en grados tales que pueden parecer invencibles y llenar el ánimo de la gente de pesimismo o de resignación fatalista. La posesión diabólica significa una existencia humana agredida hasta el riesgo de ser destruida, echada a perder, sin futuro, como sometida a fuerzas nocivas que pueden conducirla a la muerte y a la perdición. Pues bien, del temor a esos poderes ha venido Jesús a liberarnos.
Más aún, aunque la acción de los espíritus diabólicos, cuyos síntomas –como puede verse en el pasaje del exorcismo del niño en Mateo 17, 14-27– podrían hacer pensar hoy en la epilepsia o en alguna enfermedad psiquiátrica, no dejan de ser un signo especialmente sugerente, una llamada de atención a nuestra sociedad frente a realidades de este mundo a las que los hombres se someten hasta ofrecerles sacrificios inimaginables y quedar «poseídos» por ellas, enfrentados a Dios, a los demás, a la naturaleza, y a sí mismos.
Esas realidades son los “demonios” hostiles a Dios, los «ídolos» o «poderes y potestades» (1Cor 8,5; 15,24), de los que nos habla el Nuevo Testamento.
¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Hijo de Dios?, preguntan los demonios. Nada, absolutamente nada tienen en común. Y así tiene que ser también para nosotros: no hay lugar para componendas porque podemos caer en el engaño.
El espíritu del mal tienta con falacias y razones aparentes, ofreciendo formas falsificadas de seguridad, eficacia, éxito y felicidad. Un NO decidido y cortante es la mejor forma de enfrentarlo. ¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?, dice el mal espíritu, como si ahora no fuese el tiempo de enfrentarlo y fuese mejor posponer la lucha o la determinación que debes tomar.
En tiempos de Jesús se creía que la victoria definitiva sobre el mal sólo se produciría al final de los tiempos; pero con la presencia de Cristo el tiempo se ha cumplido, hoy es el tiempo de la salvación. Ahora puede actuar en nosotros la gracia que libera. 
Finalmente, no hay que olvidar que estas acciones de Jesús se nos confían. A sus discípulos, núcleo germinal de su Iglesia, les dio poder (autoridad) sobre los espíritus inmundos para expulsarlos y para sanar toda enfermedad y dolencia (Mt 10,1). Como miembros de la Iglesia, a todos nos toca la misión de exorcizar espíritus que despersonalizan a la gente hoy en nuestra sociedad. Quien experimenta la salvación no puede sino despertar en otros la experiencia de ser salvado y liberado

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