P. Carlos Cardó SJ
Cristo predicando
en Cafarnaúm, óleo sobre lienzo (1878-1879) de Maurycy Gottlieb, Museo Nacional Varsovia, Polonia
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Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: "¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?".
Y Jesús era para ellos un motivo de tropiezo.Por eso les dijo: "Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa".Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos. Y él se asombraba de su falta de fe.
Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando a la gente.
En
el evangelio del domingo pasado vimos el ejemplo de fe dado por la mujer enferma
de hemorragias y por el jefe de la sinagoga que tenía a su hija en peligro de
muerte. En el pasaje de hoy, en cambio, Jesús no encuentra fe alguna, no puede
hacer ningún milagro y expresa la desilusión que le causan sus propios paisanos
y parientes: Un profeta sólo es despreciado
en su propia tierra, entre sus parientes y entre los suyos.
El
hecho ocurre en la sinagoga de Nazaret, en el pueblo donde Jesús ha vivido la
mayor parte de su vida. Lo rodean sus amigos y familiares que lo conocen desde
niño, que lo han visto crecer y actuar entre ellos, pero que a pesar de ello, o
precisamente por ello mismo, no creen en él. Se puede estar cerca de Jesús y, sin
embargo, no creer en él.
Con
esto, los nazarenos y los parientes de Jesús se asemejan a los fariseos y jefes
del pueblo, pero su rechazo es más doloroso para Jesús porque son “los suyos”. Más aún, en el cap. 3, 21-23
se narra otro incidente que pone de manifiesto hasta dónde podía llegar esta
incredulidad: los parientes de Jesús quisieron
llevárselo a casa porque decían que estaba loco. No fueron capaces de ver
más allá de lo físico y tangible. Para ellos, Jesús no era más que un simple paisano,
un pobre carpintero, “hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y
de Simón” (6,3), a quienes ellos conocen y de quienes se lo saben todo.
Conviene aquí decir una
palabra sobre los “hermanos de Jesús”. Algunos grupos evangélicos suelen utilizar
textos como éste para argumentar que María no era virgen porque había tenido
otros hijos.
De
los “hermanos de Jesús” hablan los evangelios y Pablo. Desde muy antiguo hubo
discusión sobre textos como: Mt 1,25 (lit. “Y [José] no la conoció [a María]
hasta el día en que ella dio a luz”). Y lo mismo sobre Lc 2,7 (“Y dio a luz a
su hijo primogénito”).
San
Ambrosio y San Cirilo Alejandrino afirman que esos hermanos de Jesús serían
hijos de un primer matrimonio de José. San Jerónimo resuelve: el significado de
hermano en hebreo es muy amplio y abraza a los primos. También el término griego empleado por los evangelios, adelphós, puede significar hermanos y
parientes, primos concretamente.
En
la Biblia se lee que Abraham llamaba “hermano” a Lot, pero Lot era sobrino de
Abraham. Y se le lee también que Jacob llamaba “hermano” a Labán, pero Labán
era tío de Jacob. Generalmente, se llamaba “hermanos” a los consanguíneos, pero
también a los descendientes de un mismo abuelo. Finalmente, los hermanos
mencionados en Mc 6, 3 tienen nombres bíblicos cargados de significación
simbólica: Santiago significa Jacob,
padre de las tribus hebreas; José, es
el hijo de Jacob; Judas, que es Judá,
es otro hijo de Jacob; y Simón, que
es Simeón, también es hijo de Jacob.
Dice
el texto que la multitud que escuchaba a Jesús estaba asombrada por el modo
como enseñaba y por los milagros que hacía. No podían aceptar que la sabiduría
y el poder de Dios altísimo podían actuar en un hombre como ellos. La idea que
tenían del Mesías por venir les impedía reconocer en Jesús al Enviado
plenipotenciario, al mensajero divino que traía la palabra y revelación
definitiva de Dios, en una palabra, al Salvador de Israel y de la humanidad.
Estamos
aquí ante el escándalo de la encarnación de Dios, que llevará finalmente a los
fariseos y jefes del pueblo a acusar a Jesús de blasfemia por usurpar el puesto
de Dios. Es el mismo escándalo que llevará a los discípulos a abandonar a su
Maestro, al verlo acusado por sus jefes religiosos, encarcelado y muerto a
manos de los paganos en una cruz. Y es también el escándalo que nos lleva a no
aceptar a Cristo y su doctrina, tal como aparece en el evangelio, por preferir un
Cristo a nuestra medida, un cristianismo a nuestro gusto.
Se
puede ser de los suyos, formar parte de su grupo de íntimos, participar incluso
en su misma mesa y no decidirse a seguirlo. Se puede ser de los suyos y renegar
de Él, matarlo. Por eso Jesús dijo que su verdadera familia no es la de quienes
están ligados a Él con vínculos de carne, sino los que escuchan la palabra de
Dios, su Padre, y la ponen en práctica (3,35).
Desde
otra perspectiva se puede ver también una cierta semejanza entre algunas
actitudes que se dan hoy en la Iglesia y las de aquella gente de Nazaret. Nada
hay más cerca del Señor que la Iglesia; en ella está el Señor y no la abandona
nunca. Es en la Iglesia en donde se nos comunica el Espíritu del Señor que nos
conduce a la verdad plena. Sin embargo, en el cristiano individual –cualquiera
que sea el rango que ocupe en la jerarquía– y en enteros grupos dentro de ella,
la Iglesia puede actuar como lo hicieron los nazarenos y judíos al reclamar un
Mesías a la medida de sus recortadas miras humanas.
Pero
se da asimismo la actitud de quienes, por la idea que tienen de los planes de
Dios, se niegan a amar a la Iglesia porque les escandaliza su parte más humana,
más pesada, más opaca que impide que el rostro amable del Señor se transparente
en ella.
Son
los que quieren una Iglesia puro espíritu sin cuerpo, campo de trigo sin
cizaña, red que reúne peces de una sola especie, el cielo en la tierra. Con ello
reproducen la actitud de aquellos judíos que se negaron a ver en la “carne” del
pequeño carpintero de Nazaret la presencia del Enmanuel, Dios con nosotros.
En
la Iglesia se reproduce a otra escala el misterio de la encarnación. El concilio Vaticano II señaló la semejanza que
existe entre el misterio de Cristo y el misterio de la Iglesia con sus
inevitables limitaciones. Dios ha querido incorporarse a la historia en un
hombre de nuestra misma condición: limitado, débil, pobre, capaz de sufrir y de
morir en una cruz (cf. 1 Cor 1, 18-25).
La Iglesia prolonga esta sorprendente presencia de Dios a través de lo débil.
Por eso hoy se puede rechazar a la Iglesia como
rechazaron los nazarenos a Jesús por no ver en Él más que un simple carpintero.
La Iglesia siempre será motivo de extrañeza y hasta de escándalo. Y es a esta
Iglesia, con sus limitaciones y pecado, a la que aceptamos, amamos y procuramos
construir desde dentro, colaborando para que no sea siempre así, para que, a
partir de su condición de pecadora que Cristo bien conoce –como conocía los
defectos y pecados de Pedro y de cada uno de sus apóstoles–, se esfuerce cada
día por ser más fiel al Evangelio.
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