P.
Carlos Cardó SJ
Parábola
del rico insensato, óleo sobre tabla de Rembrandt van Rijn (1627), Museos Estatales de Berlín, Alemania
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Uno de entre la gente pidió a Jesús: "Maestro, dile a mi hermano que me dé mi parte de la herencia". Le contestó: "Amigo, ¿quién me ha nombrado juez o repartidor entre ustedes?!". Después dijo a la gente: "Eviten con gran cuidado toda clase de codicia, porque aunque uno lo tenga todo, no son sus posesiones las que le dan vida". A continuación les propuso este ejemplo: "Había un hombre rico, al que sus campos le habían producido mucho. Pensaba: ¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mis cosechas. Y se dijo: Haré lo siguiente: echaré abajo mis graneros y construiré otros más grandes; allí amontonaré todo mi trigo, todas mis reservas. Entonces yo conmigo hablaré: Alma mía, tienes aquí muchas cosas guardadas para muchos años; descansa, come, bebe, pásalo bien". Pero Dios le dijo: "¡Pobre loco! Esta misma noche te reclaman tu alma. ¿Quién se quedará con lo que has preparado?" Esto vale para toda persona que amontona para sí misma, en vez de acumular para Dios".
El uso de los bienes y del dinero es un tema importante en el
evangelio de Lucas: no sólo porque son necesarios para vivir, sino porque tienen
un enorme poder de seducción. El evangelio libera a la persona humana de toda tendencia
idolátrica que la lleve a someterse a las cosas, hasta perder su libertad
frente a ellas y sacrificar en su honor los valores que más ennoblecen y guían
la vida. El cristiano ha de poner su confianza en Dios por encima de todo, ha
de obrar con libertad responsable en el uso las cosas de este mundo y demostrar
solidaridad fraterna.
Con el dinero se puede hacer el bien o hacer el mal. El dinero es
malo cuando es mal adquirido, o cuando se emplea para fines malos o se acumula
para el disfrute egoísta, sin tener en cuenta la suerte de aquellos que podrían
beneficiarse también con él. La acumulación infecunda y egoísta genera
desigualdades injustas y divide a los hermanos. Hay que administrar el dinero
conforme al plan de Dios.
Así, mientras el rico egoísta se llena de enemigos, quien
administra bien sus bienes para que sirvan al desarrollo de su pueblo, para que
den trabajo a la gente y para resolver las necesidades de los pobres, esa
persona es justa, crece en dignidad. En palabras del Papa Francisco: “La
vocación de un empresario es una noble tarea, siempre que se deje interpelar
por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al
bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos
los bienes de este mundo” (Evangelii
Gaudim 203).
El texto de San Lucas comienza con la intervención de un hombre anónimo
que, en medio de la multitud, le pide a Jesús que intervenga para que su
hermano reparta con él la herencia. Jesús se niega a responder como lo hacían
los rabinos y expertos en la ley en términos jurídicos, y prefiere ir a la raíz
misma del conflicto entre los hermanos: la avidez insaciable. Lo que los divide
es justamente lo que debería unirlos: el legado que el padre les ha dejado para
ayudarlos a vivir.
Pero el amor desordenado al dinero lleva a querer apropiarse de él,
sustituye al amor del Padre y crea enemistad con el hermano. Es un hecho
evidente que las relaciones humanas pueden fácilmente romperse cuando están de
por medio el dinero y los bienes materiales, cuando los hombres actúan movidos
por la avaricia y la ambición.
Para ilustrar este principio general Jesús propone luego una
parábola. El protagonista es un rico, un agricultor afortunado que, no
obstante, es calificado de torpe o insensato porque sólo piensa en sí y no
tiene más interés en la vida que programarse un futuro seguro y feliz mediante
la acumulación de bienes. La forma de pensar de este hombre, que no ve más allá
de su mundo solitario, se observa claramente en el modo como se expresa: habla
de mi cosecha, mis graneros, mi trigo, mis bienes.
En su horizonte está él solo, sin su padre Dios y sin sus hermanos
los hombres. No quiere reconocer que los bienes que Dios da han de ser
repartidos. Su afán de seguridad (otra cara del miedo a la muerte) lo impulsa a
acumular riquezas para sí, hasta hacer depender la vida de lo que tiene y no de
lo que es. Pero la verdad de la existencia es otra: aunque se nade en la
abundancia, la vida no depende de las riquezas y quien hace depender su vida de
lo que tiene, echa a perder lo que es: hijo de Dios y hermano de su prójimo.
Ya no tiene a Dios como padre, los demás dejan de ser hermanos
para convertirse en competidores y las mismas cosas, que eran medios para el
sostenimiento y desarrollo de su vida, pasan a ser causa de su desgracia. Por
eso le dice Dios: ¡Torpe! Esta misma
noche te pedirán el alma. ¿Para quién será todo lo que has almacenado?
Necio o
torpe en la Biblia es el hombre que
no tiene en cuenta a Dios ni le preocupa la suerte de los demás; el hombre
vacío y fatuo que pone su confianza en cosas inseguras. Un antiguo escrito
judío dice: “El amor al dinero conduce a la idolatría, porque cuando los
pervierte el dinero, los hombres invocan como dioses a cosas que no son dioses,
y eso los lleva hasta la locura” (Testamentos de los XII Patriarcas, 19,1).
Asimismo el salmo 39,7 dice: El
hombre es como un soplo que desaparece, como una sombra que pasa; se afana por
cosas transitorias, acumula riquezas y
no sabe para quién serán. Y el profeta Jeremías expresa el lamento de Dios
por sus hijos que, al olvidarse de él, dejan de ver el justo valor de la vida y
de lo que de veras cuenta para su realización y felicidad plena: Dos maldades ha cometido mi pueblo: me
abandonaron a mí, fuente de aguas vivas, para ir a cavarse cisternas, cisternas
agrietadas que no pueden contener el agua (Jer 2,13).
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