P. Carlos Cardo SJ
Cristo en casa de Marta y María, óleo sobre lienzo
de Diego Velásquez (1618), Galería Nacional de Londres, Reino Unido
En aquel tiempo, entró Jesús en un poblado, y una mujer, llamada Marta, lo recibió en su casa. Ella tenía una hermana, llamada María, la cual se sentó a los pies de Jesús y se puso a escuchar su palabra. Marta, entre tanto, se afanaba en diversos quehaceres, hasta que, acercándose a Jesús, le dijo: "Señor, ¿no te has dado cuenta de que mi hermana me ha dejado sola con todo el quehacer? Dile que me ayude".
El Señor le respondió:
"Marta, Marta, muchas cosas te preocupan y te inquietan, siendo así que
una sola es necesaria. María escogió la mejor parte y nadie se la
quitará".
Inmediatamente antes de
este pasaje de Lucas está la parábola en la que Jesús se identifica con el samaritano
que tuvo compasión del hombre caído en el camino y le buscó una posada. En el
camino hacia Jerusalén, el Buen Samaritano busca alojamiento en casa de dos
mujeres, Marta y María. Ahora hay una casa que le aloja. El que enseña a
acoger, ahora es acogido.
Poco sabemos de estas dos
mujeres que lo reciben: sólo que son las hermanas de Lázaro (cf. Jn 11, 1-5).
María podría ser la mujer que, en Betania, ungió al Señor antes de su pasión (Mc
14,3-9; Mt 26,6-13). Y algunos comentaristas creen que es la misma mujer
que –según Lc 7, 36ss– se acercó a Jesús con un vaso de alabastro lleno de un
perfume precioso que derramó sobre sus pies.
Marta critica a su
hermana porque no la ayuda en los trabajos materiales, en que ella se afana
para acoger a Jesús, como cree que debe hacerlo. Pero Jesús le replica,
invitándola a hacer suya la actitud de María que, a sus pies, escucha
con atención su palabra. Sin la palabra del Señor todo pierde su auténtico
valor e incluso “sabor”.
Se ha dicho
tradicionalmente que Marta representa la actividad y María la oración. Pero no
hay que contraponer a Marta con María ni a la acción con la oración, hay que
integrarlas. Lo que enseña el texto de Lucas es que se ha de purificar la
acción por medio de la oración y escucha del Señor porque, sin esto, la acción
–aunque sea buena y prolífera– puede perder orientación y convertirse en
búsqueda de uno mismo. Con la oración, que nos hace escuchar la Palabra, nuestra
acción se ahonda y purifica.
María
ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán. Jesús elogia la sencilla y sincera receptividad para la escucha.
Con esa disposición, la persona deja entrar en su corazón el amor, que es lo
que confiere sentido a todo lo que hace por los demás. “Lo único necesario” es
experimentar vitalmente el ser amado sin condiciones. Esto, y sólo esto, da al
cristiano la íntima certidumbre de la que brota la calma y la quietud frente a
toda circunstancia. El deber no basta. Hay que descubrir el valor de lo gratuito.
Ya los profetas lo habían intuido: “Se
salvarán si se convierten y se calman; pues en la confianza y la calma esta su fuerza”, dice Isaías (30,15).
Necesitamos
integración personal y calma interior porque andamos divididos y ansiosos. Los
quehaceres materiales y los negocios del mundo ahogan en nosotros, como zarzas
y malezas, la semilla sembrada en nuestra tierra. Necesitamos parar, recogernos
en nuestro interior y ponernos a los pies del Maestro cada día. Él nos
recordará: Busquen, más bien, el Reino y todas las cosas se les darán por
añadidura (Mt 6,33; Lc 12,31).
Dejar
de escuchar la palabra del Señor, por muchas pretendidas obras buenas e
importantes que se hagan, significa tanto como apartarse del reino y correr el
riesgo de echarse a perder. Pensemos, pues, en lo importante que es saber
integrar el servicio a los demás con la escucha de la palabra de Jesús, sin
tratar de rebajar ésta con falsos pretextos.
Al mismo tiempo, el pasaje de Marta y María nos
recuerda que Dios está llamando continuamente a nuestra puerta. Lo
que pasa es que no queremos oír su llamada o no sabemos cómo acogerlo. Pero hay
algo que el texto evangélico hace evidente: Cuando Cristo llama a mi puerta en la
forma de un hombre o una mujer que necesita mi ayuda, lo que debo hacer no
puede consistir solamente en darle cosas (por valiosas que sean, y que a fin de
cuentas es Él mismo quien nos las da), sino ante todo hacerme consciente de que
es Él quien viene a mí como un regalo en ese hermano o hermana que ha tocado a mi
puerta.
Esto,
pues, debe reflejarse en el trato que le doy. Quien a ustedes acoja a mí me acoge (Mt 10,40). “Hospes sicut Christus”,
al huésped se le recibe como a Cristo, dice la regla benedictina: “Recíbanse a
todos los huéspedes que llegan como a Cristo. …Y al recibir a pobres y
peregrinos se tendrá el máximo de cuidado y solicitud, porque en ellos se
recibe especialmente a Cristo, pues cuando se recibe a ricos, el mismo temor
que inspiran, induce a respetarlos” (Regla
de San Benito).
Nota: este comentario apareció en este blog el
día 29 de julio.
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