P. Carlos Cardó SJ
Cristo en Getsemaní, óleo de Heinrich Hofmann
(1886), Museo de Arte de la Universidad Brigham Young, Utah, Estados Unidos
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Un día estaba Jesús orando en cierto lugar. Al terminar su oración, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos". Les dijo: "Cuando recen, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino. Danos cada día el pan que nos corresponde. Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe. Y no nos dejes caer en la tentación".
Un
discípulo le dijo: Enséñanos a orar. Jesús respondió proponiendo el Padre nuestro, que
más que una plegaria es un programa de vida.
El poder llamar Padre a Dios es el gran don de Jesús.
Al hacerlo nos reconocemos como hijos suyos, creados por amor. Tener a Dios
como Padre es vivir con la certeza de que siempre estará con nosotros, y esto nada
ni nadie nos lo podrá quitar: Porque
estoy seguro de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni otras fuerzas
sobrenaturales, ni lo presente ni lo futuro, ni poderes de cualquier clase, ni
lo de arriba ni lo de abajo, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del
amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom 8, 38s).
La oración, como toda nuestra vida,
ha de estar orientada a santificar el nombre de Dios. Esto
significa darle a Dios el lugar central que se merece. Jesús santificó el nombre
de Dios su Padre, amándolo y amando a los hermanos. Y así nos enseñó a vivir: Padre, yo les he dado a conocer tu Nombre y
se lo daré a conocer, para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo
en ellos (Jn 17, 26). Santificamos el nombre de Dios cuando, como Jesús,
procuramos hacer su voluntad, es decir, cuando reconocemos como don suyo lo que
tenemos y nos disponemos a compartirlo con los necesitados. Santificamos su nombre cuando nos rendimos a él en los
momentos críticos, sin miedo a nuestras flaquezas ni a la muerte misma. En eso
el nombre de Dios es santificado.
La oración que Jesús enseña
despierta el deseo del reino de Dios. Venga
tu reino. Esa es nuestra esperanza:
que la historia confluya en su reino como su término seguro y feliz, que Dios sea todo en todos (1 Cor 15,24.28)
y sean creados cielos nuevos y tierra
nueva en que habite la justicia. Sabemos que ese reino ha llegado ya en Jesús;
que viene a nosotros cuando
encarnamos en nuestra vida los valores del evangelio; y que vendrá plenamente cuando se superen las
desigualdades injustas y se establezca la fraternidad en el mundo. Está entre
nosotros como semilla que crece y se hace un árbol sin que nos demos cuenta (Lc
13,18s), y es Cristo resucitado, que vendrá finalmente para ser nuestro juez y
también nuestra eterna felicidad y realización completa. El reino de Dios es
nuestro anhelo más profundo: Marana tha,
¡Ven Señor, Jesús!
Al orar ponemos ante Dios lo que necesitamos:
Danos hoy nuestro pan. El pan es vida. Pan material para nuestros
cuerpos y pan espiritual para nuestra vida en Dios. Y decimos pan nuestro, no mi pan, porque lo que
Dios da tiene que compartirse. El pan que no se comparte genera división. El
pan compartido es bendición, eucaristía.
Tenemos también que expresar la
necesidad de perdón. Perdónanos nuestros
pecados. Dios no niega nunca su amor que rehabilita a todo hijo suyo,
aunque sea un rebelde o un malvado. Como dice el Papa Francisco: “Dios no se
cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”. Todos
necesitamos perdón. Porque el cristiano no es justo sino justificado; no es
santo sino pecador alcanzado por la gracia que lo rehabilita y eleva; no es intolerante
ni excluyente, sino que se muestra compasivo con el que ha caído. Por eso no
condena, sino que perdona.
En la oración asumimos ante Dios
nuestra radical deficiencia y el riesgo de la vida: No nos dejes caer en
tentación. No pedimos que nos libre de la prueba, pues forma parte de la vida,
sino que nos proteja para no sucumbir, seguros –como dice Pablo– de que Dios es fiel y no permitirá que sean
tentados por encima de sus fuerzas, antes bien con la tentación recibirán la fuerza
para superarla (1 Cor 10,13). La gran tentación es la pérdida de confianza,
que nos arranca del amor de Dios.
Habrá, pues, que pedir continuamente: Señor, enséñanos a orar, pues no sabemos orar como conviene y
debemos asimilar el modo y contenido de la oración perfecta que él enseñó a sus
discípulos.
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