P. Carlos Cardó SJ
¿Qué piensa la gente de mí?, óleo sobre lienzo de
Vasily Polenov (1890), Galería Tretyakov,
San Petersburgo, Rusia
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“Como ya se acercaba el tiempo en que sería llevado al cielo, Jesús emprendió resueltamente el camino a Jerusalén. Envió mensajeros delante de él, que fueron y entraron en un pueblo samaritano para prepararle alojamiento. Pero los samaritanos no lo quisieron recibir, porque se dirigía a Jerusalén. Al ver esto sus discípulos Santiago y Juan, le dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que los consuma?» Pero Jesús se volvió y los reprendió.
Y continuaron el camino hacia otra aldea. Mientras iban de camino, alguien le dijo: «Maestro, te seguiré adondequiera que vayas.» Jesús le contestó: «Los zorros tienen cuevas y las aves tienen nidos, pero el Hijo del Hombre ni siquiera tiene donde recostar la cabeza.» Jesús dijo a otro: «Sígueme». El contestó: «Señor, deja que me vaya y pueda primero enterrar a mi padre.» Jesús le dijo: «Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú vé a anunciar el Reino de Dios.» Otro le dijo: «Te seguiré, Señor, pero antes déjame despedirme de mi familia.» Jesús le contestó: «El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios.»”
Con
este texto comienza una parte muy significativa del evangelio de San Lucas, que
corresponde al viaje de Jesús a Jerusalén (9,51-19,28).
El
camino más rápido y directo de Galilea a Jerusalén atraviesa de norte a sur el
centro de Palestina, que corresponde a la región de Samaría. Pero desde la
división de Israel en los reinos de Judea y Samaría, los judíos trataban a los
samaritanos de réprobos, herejes y cismáticos y había hostilidad e intolerancia
entre los dos grupos. Por eso, al decidir Jesús pasar por esa región y enviar
por delante a unos mensajeros para prepararle alojamiento en un pueblo, no los
recibieron porque se dirigía a Jerusalén.
La
reacción de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, conocidos como los violentos (Boanergés) o hijos del trueno, es inmediata y concentra el odio racial,
religioso y político que se tenían ambos pueblos: ¿Quieres que mandemos
fuego del cielo que acabe con ellos?,
proponen a Jesús. Apelan a la violencia en nombre de Dios para
resolver las diferencias y problemas de la convivencia humana.
Jesús
reacciona como lo hizo frente al tentador en el desierto. Su camino no coincide
con las expectativas humanas de éxito y supremacía, que generan muchas veces
hostilidad entre los grupos humanos. No admitió ninguna forma de violencia. Al
contrario, quiso eliminarla de raíz. Él no trae un fuego que extermina a los enemigos
y adversarios, sino el amor que perdona y une a las personas. El celo sin
discernimiento es el principio de todas las hogueras de todos los tiempos, contradice
al espíritu de Cristo y destruye su obra. Hay aquí, por tanto, una clara llamada
de Jesús a la tolerancia, a la amplitud de miras y a lo que hoy llamamos el
espíritu de ecumenismo.
Probablemente Lucas escribe este texto pensando en las
dificultades y polémicas que surgieron en la primitiva Iglesia. Quiere exhortarnos
a evitar que las diferencias se conviertan en causa de división y a que procuremos
forjar la unión verdadera que se da con el respeto a las diferencias.
Jesús es el único Maestro y todos somos discípulos. Es Él quien
debe crecer y no mi grupo, mi corriente, mi modo de pensar. Apropiarse de
Cristo, creer que sólo quienes piensan como nosotros lo hacen rectamente, eso
suele ser causa de actitudes de intolerancia, exclusión y acepción de personas,
que dañan profundamente el ser de la Iglesia. El evangelio nos cura de toda
tendencia al ghetto, al círculo cerrado, a la crispación sectaria, a la postura
intransigente y al gesto discriminador.
Libre, por encima de todo aquello que a los hombres nos apasiona y
divide en bandos, Jesús alienta en nosotros la verdadera tolerancia, que es amplitud
de corazón, espíritu universal para abrazar, respetar y estimar a todos los
que, aun sin pensar como yo, buscan servir con buena voluntad. Tolerancia,
amplitud de miras, respeto, diálogo, colaboración…, son pues virtudes eminentemente
eclesiales, constituyen el ser íntimo de la comunidad de la Iglesia. Y no
debemos olvidar que: «Sólo hay una
cosa que en el plano humano puede establecer la unidad en la Iglesia: el amor,
que permite al otro ser de otra manera, aunque no logre “comprenderlo”» (Karl Rahner).
El mensaje del texto es claro y conciso.
Si la norma básica de la comunidad cristiana es el amor fraterno universal,
porque todos son hijos o hijas de Dios, automáticamente queda anulado todo
integrismo intolerante y excluyente frente a “los otros”. El cristiano que rige
su conducta con el mandamiento del amor se muestra libre para reconocer y
apreciar con agrado los valores y talentos que ve en los miembros de otros
grupos o familias religiosas y, sobre todo, para dar gracias a Dios por el bien
que hacen.
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