domingo, 22 de octubre de 2017

Homilía del domingo XXIX del Tiempo Ordinario - Al César lo que es del César (Mt 22,15-21/Mc 12, 1-12)

P. Carlos Cardó SJ
El tributo al césar, óleo sobre lienzo de Bartolomeo Manfredi (1610-1620, aprox.), Galería Uffizi, Florencia, Italia
En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres honrado, y que enseñas con sinceridad el camino de Dios. No te preocupas por quién te escucha, ni te dejas influenciar por nadie. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar el impuesto al César o no? ». Jesús se dio cuenta de sus malas intenciones y les contestó: «¡Hipócritas! ¿Por qué me ponen trampas? Muéstrenme la moneda que se les cobra.» Y ellos le mostraron un denario. Él les preguntó: «¿De quién es esta cara y y el nombre que lleva inscrito?». Le respondieron: «Del César». Entonces les replicó: «Pues den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».
Los fariseos y los partidarios de Herodes plantean a Jesús una pregunta capciosa: ¿es lícito pagar el impuesto al César? Si lo negaba, se ponía contra los romanos. Si decía que era lícito pagar, iba contra el pueblo, que sufría aquella carga injusta. Además, la cuestión dividía a los judíos: unos se aprovechaban del cobro de los impuestos, como los publicanos, y otros se oponían –incluso hasta la violencia, como los celotas–, porque  consideraban una idolatría el sometimiento al emperador romano.
Antes de responder, Jesús pide que le enseñen una moneda para desenmascarar su mala intención. ¡Hipócritas! –les dice– ¿Por qué intentan comprometerme? Cuestionan el derecho del César, pero la moneda fiscal que muestran es la prueba visual de que pagan el impuesto. Además, aceptar la moneda, con la imagen del César y la inscripción: “Tiberio César Augusto, hijo del divino Augusto”, es reconocer con hechos concretos que no tienen “más rey que al César”. Reconocen por tanto públicamente su soberanía.
Si dicen que Dios es el único Señor, ¿por qué no reconocen lo que ya hacen y asumen las consecuencias? Es como si les dijera: Hipócritas hace tiempo que pagan el impuesto y encima usan la moneda fiscal y la muestran sin reparo, ¿por qué, pues, me vienen con preguntas capciosas?
Por estar sometidos al imperio romano, los judíos estaban obligados a pagar sus impuestos, siempre que ese pago no implicara desobedecer las leyes divinas (así lo reconocen los apóstoles Pablo y Pedro, cf. Rom 13,1-7; 1 Pe 2,13-17). Por otro lado, todo israelita debía reconocer que a Dios, y sólo a Él se le debía adorar, y que ningún poder terreno podía exigir esto para sí. La fe en el único Dios prohibía la divinización de cualquier poder temporal.
Por eso, la respuesta de Jesús no es un modo elegante de escabullir el problema o de confirmar a sus adversarios en lo que ya hacen; Él sitúa la cuestión en otro nivel: ¿Qué puede esperar el César y qué no? ¿Qué se le debe dar y qué no? Por eso, lo sorprendente de su respuesta está al final: Den a Dios lo que es de Dios. Es el precepto de los preceptos. La obediencia a Dios no tiene límites. Los fariseos sólo habían querido hacerle daño a Jesús. Pero la respuesta que les da, a ellos que sólo han preguntado por el César y no por Dios, los deja aturdidos y sin palabra; no les queda más que retirarse.
Las palabras de Jesús: al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, han sido interpretadas de diversas maneras. Muchos ven ahí el fundamento de la separación entre lo temporal y lo religioso. Otros dedujeron más bien la alianza entre el trono y el altar para mutuo sostén y apoyo.
Los regímenes dictatoriales siempre han pretendido sacralizar el Estado o subordinar la Iglesia al poder político; mientras otros, durante mucho tiempo, defendieron el poder temporal de la Iglesia y quisieron que la autoridad del Estado dependiese de la eclesiástica, en formas variadas de integrismo o de voluntad de dominio por ambos lados. Consecuencia de ello es la serie interminable de escollos y dificultades que han sufrido en la historia las relaciones entre la Iglesia y el Estado.
Pero queda claro en la frase de Jesús que sólo quien da a Dios lo que es de Dios sabe qué cosa hay que darle al César. Lo que es de Dios es la libertad de sus hijos y el amor a los hermanos. Quien busca esto en su vida sabe dar respuesta a lo otro.
Hoy, quizá, y debido entre otras causas a la corrupción de la cosa pública, la tendencia va hacia la “privatización de la religión”, a inducir al cristiano a vivir su fe en el fuero íntimo de su conciencia, como si de esa manera pudiese desentenderse de la política y de la economía. Se intenta desactivar la carga social del cristianismo, en beneficio de intereses egoístas de individuos y grupos de poder.
Pero la Iglesia no puede dejar de transmitir los valores del evangelio que han de iluminar y orientar todo el quehacer humano, incluido el quehacer político y social, con el que el ser humano organiza la convivencia en sociedad, y encuentra en ello su realización. Por eso es importante el compromiso político del cristiano, que es ejercicio de la “caridad política”, orientada a promover la solidaridad, la libertad y la dignidad de las personas.
El concilio Vaticano II y el pensamiento de los últimos Papas nos enseñan a reconocer la independencia y carácter laico del Estado. Pero al mismo tiempo, la Iglesia confronta a la sociedad con los valores éticos y morales del Evangelio. El cristiano reconoce la autoridad civil y la respeta con lealtad en todo aquello que la autoridad realiza por el bien común. Pero el cristiano nunca es un aliado incondicional del poder: ante todo es un aliado de las personas y especialmente de los más indefensos. 
Por eso, cuando el poder político impone acciones y decisiones que atentan contra la conciencia, contra los valores y deberes éticos y morales, el César se encontrará con el rechazo decidido del cristiano. 

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