martes, 17 de octubre de 2017

El legalismo farisaico (Lc 11, 37- 42)

P. Carlos Cardó SJ
 
Fiesta en casa de Simón el Fariseo, témpera sobre tabla de Sandro Botticelli (1491-91, aprox.), Museo de Arte de Filadelfia, Estados Unidos
“Cuando Jesús terminó de hablar, un fariseo lo invitó a comer a su casa. Jesús entró y se sentó a la mesa. El fariseo entonces se extrañó al ver que Jesús no se había lavado las manos antes de ponerse a comer. Pero el Señor le dijo: «Así son ustedes, los fariseos. Ustedes limpian por fuera las copas y platos, pero el interior de ustedes está lleno de robos y malicias. ¡Necios! El que hizo lo exterior, ¿no hizo también lo interior? Pero, según ustedes, simplemente con dar limosnas todo queda purificado. ¡Pobres de ustedes, fariseos! Ustedes dan para el Templo la décima parte de todo, sin olvidar la menta, la ruda y las otras hierbas, pero descuidan la justicia y el amor a Dios. Esto es lo que tienen que practicar, sin dejar de hacer lo otro”.
Jesús fue invitado a almorzar a casa de un fariseo y fue a sentarse a la mesa sin cumplir con la ceremonia habitual de lavarse, al menos las manos, a la vista de todos. El dueño de casa se escandalizó. Los fariseos pretendían distinguirse de los demás por la observancia escrupulosa de un conjunto de prácticas ritualistas que se creía mantenían puro al hombre, alejado de la impureza propia de los paganos, pecadores y enfermos.
Según la doctrina de los fariseos y juristas, el cumplimiento de la ley mediante la práctica de las buenas obras, hacía justo al hombre y le aseguraba la salvación. Por ello, esta interpretación había inducido a la casuística y a la moral rigorista que llevaba a cumplir hasta en los más mínimos detalles lo prescrito en la ley de Moisés, desmenuzada en más de 350 preceptos menudos, que ocupaban la atención del judío todo el día. Todo se volvía imprescindible para tener la seguridad de la salvación, incluso acciones tan ordinarias como lavar copas, vasos y utensilios de cocina.
La crítica de Jesús va a la raíz del problema y propone un cambio sustancial: una nueva moral del corazón, basada en una relación personal, amorosa y confiada con el Padre, de la que brota el amor que supera a la ley, pues lleva a dar cada vez más sin sentirse agobiado ni cansado por el peso –venido desde el exterior– de las obligaciones legales.
Las normas y tradiciones pueden estar bien si sirven de ayuda para la entrega a los demás; de lo contrario, pervierten la religión, tranquilizan las conciencias y hacen sentir la falsa seguridad de estar salvados. Desde esta perspectiva hay que mirar las cosas; sólo así se puede discernir lo puro y lo impuro, lo importante y lo secundario, lo que agrada a Dios o no.
Con estas advertencias Jesús se sitúa en la línea de los grandes profetas que procuraron conducir a Israel hacia una fe y religiosidad más auténtica, poniendo el amor y la práctica de la justicia por encima de todo. El profeta Miqueas sintetizó esta orientación con su frase: Se te ha dicho, hombre, lo que es bueno y lo que el Señor desea de ti: que defiendes la justicia, que ames con lealtad y que seas humilde con tu Dios (Miq 6,8).
Desde esa perspectiva, la entrega a Dios que se demuestra en la caridad y la solidaridad práctica y concreta, cuya expresión más común es la limosna, es lo que según Jesús confiere a la persona la verdadera pureza.
La palabra griega eleemosyne traduce el término hebreo sedaqah (justicia), porque la palabra no estaba en el Antiguo Testamento aunque la práctica de la limosna es muy antigua y estaba mandada por Dios (Cf. Lv. 25, 35; Dt. 15, 7- 8.11; 26, 12). No designa una acción meramente filantrópica, voluntaria, sino que es un deber de justicia vinculado a la solidaridad con la comunidad.
En las sociedades antiguas, cuya economía era muy primaria, de subsistencia en su mayor parte, la limosna era una forma de distribución de los bienes, era parte de la justicia distributiva. En el Antiguo Testamento la contribución generosa en favor de los pobres es una acción que se le hace a Dios mismo. Es conocido el proverbio: El que se apiada del pobre presta al Señor, y él lo recompensará por su buena obra (Prov 19,17).
Daniel aconseja al rey: Redime tus pecados dando limosna y tus maldades socorriendo a los necesitados (Dan 4, 24).  El libro del Eclesiástico afirma: El agua apaga las llamas, la limosna consigue el perdón de los pecados (Eclo 3, 30). Y Tobit exhorta así a su hijo Tobías: Haz limosna con tus bienes y no te desentiendas de ningún pobre, porque así Dios no se desentenderá de ti.... Da limosna según tus posibilidades y los bienes que poseas. Si tienes poco, no temas dar limosna según ese poco, porque es atesorar un buen tesoro para el día en que lo necesites… Si algo te sobra, dalo en limosna, y que no se te vayan los ojos tras lo que das... (Tob 4, 7-11.15). 
Den limosna de corazón y entonces quedarán limpios, concluye Jesús. Se trata, pues, de actuar desde el corazón, que el Espíritu de Dios purifica y renueva (Ez 11, 19; 26, 36; Sal 51, 10; Dt 30, 6). Allí es donde la persona oye lo debe hacer para que sea el amor, no la ley, la que rija su conducta. En definitiva, sólo el amor, recibido como gracia y asumido obedientemente como el camino de la auténtica realización personal, hace al ser humano capaz de dar de sí con generosidad, sin llevar cuenta y sin sentirse agobiado ni cansado por el peso de las normas. 

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