P.
Carlos Cardó SJ
Fiesta
en casa de Simón el Fariseo, témpera sobre tabla de Sandro Botticelli (1491-91,
aprox.), Museo de Arte de Filadelfia, Estados Unidos
“Cuando Jesús terminó de hablar, un fariseo lo invitó a comer a su casa. Jesús entró y se sentó a la mesa. El fariseo entonces se extrañó al ver que Jesús no se había lavado las manos antes de ponerse a comer. Pero el Señor le dijo: «Así son ustedes, los fariseos. Ustedes limpian por fuera las copas y platos, pero el interior de ustedes está lleno de robos y malicias. ¡Necios! El que hizo lo exterior, ¿no hizo también lo interior? Pero, según ustedes, simplemente con dar limosnas todo queda purificado. ¡Pobres de ustedes, fariseos! Ustedes dan para el Templo la décima parte de todo, sin olvidar la menta, la ruda y las otras hierbas, pero descuidan la justicia y el amor a Dios. Esto es lo que tienen que practicar, sin dejar de hacer lo otro”.
Jesús fue invitado a almorzar a casa de un fariseo y fue a
sentarse a la mesa sin cumplir con la ceremonia habitual de lavarse, al menos
las manos, a la vista de todos. El dueño de casa se escandalizó. Los fariseos
pretendían distinguirse de los demás por la observancia escrupulosa de un
conjunto de prácticas ritualistas que se creía mantenían puro al hombre,
alejado de la impureza propia de los paganos, pecadores y enfermos.
Según la doctrina de los fariseos y juristas, el cumplimiento de
la ley mediante la práctica de las buenas obras, hacía justo al hombre y le
aseguraba la salvación. Por ello, esta interpretación había inducido a la
casuística y a la moral rigorista que llevaba a cumplir hasta en los más
mínimos detalles lo prescrito en la ley de Moisés, desmenuzada en más de 350
preceptos menudos, que ocupaban la atención del judío todo el día. Todo se
volvía imprescindible para tener la seguridad de la salvación, incluso acciones
tan ordinarias como lavar copas, vasos y utensilios de cocina.
La crítica de Jesús va a la raíz del problema y propone un cambio
sustancial: una nueva moral del corazón, basada en una relación personal,
amorosa y confiada con el Padre, de la que brota el amor que supera a la ley,
pues lleva a dar cada vez más sin sentirse agobiado ni cansado por el peso
–venido desde el exterior– de las obligaciones legales.
Las normas y tradiciones pueden estar bien si sirven de ayuda para
la entrega a los demás; de lo contrario, pervierten la religión, tranquilizan las
conciencias y hacen sentir la falsa seguridad de estar salvados. Desde esta
perspectiva hay que mirar las cosas; sólo así se puede discernir lo puro y lo
impuro, lo importante y lo secundario, lo que agrada a Dios o no.
Con estas advertencias Jesús se sitúa en la línea de los grandes
profetas que procuraron conducir a Israel hacia una fe y religiosidad más
auténtica, poniendo el amor y la práctica de la justicia por encima de todo. El
profeta Miqueas sintetizó esta orientación con su frase: Se te ha dicho, hombre, lo que es bueno y lo que el Señor desea de ti: que
defiendes la justicia, que ames con lealtad y que seas humilde con tu Dios (Miq
6,8).
Desde esa perspectiva, la entrega a Dios que se demuestra en la
caridad y la solidaridad práctica y concreta, cuya expresión más común es la
limosna, es lo que según Jesús confiere a la persona la verdadera pureza.
La palabra griega eleemosyne
traduce el término hebreo sedaqah (justicia),
porque la palabra no estaba en el Antiguo Testamento aunque la práctica de la
limosna es muy antigua y estaba mandada por Dios (Cf. Lv. 25, 35; Dt. 15, 7- 8.11; 26, 12). No designa una acción
meramente filantrópica, voluntaria, sino que es un deber de justicia vinculado
a la solidaridad con la comunidad.
En las sociedades antiguas, cuya economía era muy primaria, de
subsistencia en su mayor parte, la limosna era una forma
de distribución de los bienes, era parte de la justicia distributiva. En el
Antiguo Testamento la contribución generosa en favor de los pobres es una
acción que se le hace a Dios mismo. Es conocido el proverbio: El que se apiada del pobre presta al Señor,
y él lo recompensará por su buena obra (Prov 19,17).
Daniel aconseja al rey: Redime
tus pecados dando limosna y tus maldades socorriendo a los necesitados (Dan
4, 24). El libro del Eclesiástico afirma: El agua apaga las llamas, la limosna
consigue el perdón de los pecados (Eclo 3, 30). Y Tobit exhorta así a su
hijo Tobías: Haz limosna con tus bienes y
no te desentiendas de ningún pobre, porque así Dios no se desentenderá de ti....
Da limosna según tus posibilidades y los bienes que poseas. Si tienes poco, no
temas dar limosna según ese poco, porque es atesorar un buen tesoro para el día
en que lo necesites… Si algo te sobra, dalo en limosna, y que no se te vayan
los ojos tras lo que das... (Tob 4, 7-11.15).
Den
limosna de corazón y entonces quedarán limpios,
concluye Jesús. Se trata, pues, de actuar desde el corazón, que el Espíritu de
Dios purifica y renueva (Ez 11, 19; 26,
36; Sal 51, 10; Dt 30, 6). Allí es donde la persona oye lo debe hacer para
que sea el amor, no la ley, la que rija su conducta. En definitiva, sólo el
amor, recibido como gracia y asumido obedientemente como el camino de la auténtica
realización personal, hace al ser humano capaz de dar de sí con generosidad,
sin llevar cuenta y sin sentirse agobiado ni cansado por el peso de las normas.
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