P. Carlos Cardó SJ
El juicio final, fresco de Miguel
Ángel (1536 a 1541), Capilla Sixtina, El Vaticano
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En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "He venido a traer fuego a este mundo, y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, más bien he venido a traer división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra."
Jesús
avanza hacia Jerusalén y el horizonte se le vuelve cada vez más sombrío. Los
que caminan con Él advierten que sus palabras se hacen cada vez más exigentes y
comprometedoras.
Fuego he venido a encender en la
tierra, les dice. Es el fuego
de su Espíritu, de su vida, con el que nos ha bautizado. Es el fuego de la
conversión, que transforma en nosotros aun aquello que no podemos cambiar. Es
ardor espiritual, mística, entusiasmo, es decir, lo propio del amor. El Cantar de
los Cantares (8,6s) habla justamente del amor como centella de fuego, llamarada
divina, inextinguible, más fuerte que la muerte. El amor con que Dios nos ama
enciende ese fuego; pero el problema es que nos resistimos a que arda en
nosotros.
Con
la pasión de su amor por nosotros, habla luego Jesús de la pasión que va a
sufrir y la siente como una terrible
prueba. La espera de una muerte tan cruel llena de ansiedad su interior y
lo fuerza a decir: ¡que angustiado estoy hasta que se cumpla!
Ante el destino de cruz, la condición humana se estremece. Lo que quiere hacer
por nosotros, le lleva a tener que pasar por donde no quiere, con la confianza
de que su Padre no lo abandonará. Se siente internamente dividido entre un
deseo y una angustia, es la lucha interior que en el huerto de Getsemaní le hará
sudar sangre, la lucha del amor que vence en la prueba suprema.
Jesús
es consciente de que su proclamación del reino, como triunfo del amor salvador
de Dios en el mundo, ha sido acogida por algunos pero ha chocado desde el
inicio de su predicación con la incomprensión de la mayoría, aun de sus propios
familiares, y la oposición cada vez más hostil de las autoridades del pueblo.
La
fidelidad a su proyecto, en perfecta sintonía con los designios del Padre, le ha
creado enemigos, que se muestran más poderosos y violentos a medida que se
acerca a Jerusalén, capital del poder político y religioso. Por eso sus palabras
se vuelven cada vez más exigentes: no puede dejar de advertir a sus discípulos
que su mensaje produce divisiones en la sociedad y confrontación hasta en la
propia familia.
Hoy
también Jesucristo sigue llamando a la radicalidad de su seguimiento, que puede
llevar a posponer, de forma más o menos espinosa y difícil, otros valores –tan
amados como el valor familia– para que el evangelio prevalezca en la
orientación de la propia conducta. Él ha venido a traer la paz de unidad y de justicia.
No una paz barata, sin mayores exigencias y alcances. El compromiso por la
justicia, que el reino de Dios exige, puede producir a veces separación o incomprensión
de los otros. El cristiano las asumirá con la firmeza de sus convicciones,
detrás de las cuales actúa siempre el amor de Dios que triunfa.
El
mensaje cristiano siempre podrá parecer crítico porque busca, interroga,
conmueve. La palabra del Señor enfrenta a toda sociedad mal organizada e
interpela también a la Iglesia por las adherencias que se le pegan en su labor
por el reino.
El
evangelio es actual y
lúcido; utiliza códigos culturales de hoy, pero no concuerda con proclamas ideológicas.
Es esperanzador, libera,
comunica el Espíritu de Dios que siempre alienta e impulsa, no desanima ni
humilla; pero propone el ejemplo de Jesús, que nunca pretendió estar a bien con todos ni a
cualquier precio, ni quiso poner su vida a salvo sino entregarla.
El
evangelio es el sueño de Jesús de una humanidad realmente fraterna, un mundo
donde sea posible la justicia. Ese es el fuego interior que le mueve, el fuego
que ha venido a traer a la tierra, y cómo
desearía que estuviera ya encendida. ¡Ojalá estuviera ya ardiendo!
Pero nos da miedo ese fuego de amor y justicia, y no le permitimos
que prenda en nosotros. Olvidamos lo que dice San Pablo: Es cierta esta verdad: Si con él morimos, viviremos con él; si con él
sufrimos, reinaremos con él; si lo negamos, también él nos negará; si le somos
infieles, él permanece fiel porque no puede negarse a sí mismo (2 Tim 2,
12-14).
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