miércoles, 7 de diciembre de 2022

¡Vengan a mí los cansados y agobiados! (Mt, 11, 28-30)

P. Carlos Cardó SJ

Medianoche en el mundo, óleo sobre arpillera de Antonio Berni (1937), colección particular, España

En aquel tiempo, Jesús dijo: "Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga, y yo les daré alivio. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga, ligera".

¡Vengan a mí los que están cansados y agobiados que yo los aliviaré!, se refiere ante todo a los judíos, forzados a practicar una religión convertida por los fariseos en una red de reglamentaciones, que sofocaba la libertad de conciencia (Cf. Mt 23,4).

La ley que enseña Jesús para el ordenamiento de las relaciones con Dios y con el prójimo es yugo suave y carga ligera, porque es respuesta agradecida al amor de Dios que hace hijos a quienes creen en Él, y quiere ser amado y respetado con libertad, no por obligación ni por temor.

Jesús no reduce su enseñanza a la transmisión de normas y prohibiciones, sino que orienta a sus discípulos a una adhesión a su persona y mensaje, que equivale a seguirlo e imitarlo. Invita, no constriñe ni se impone. Ser discípulo es entrar a una comunidad de vida, con relaciones mutuas de afecto y servicio, a través de las cuales el discípulo asimila la forma de ser del maestro, su amor misericordioso para con los pobres.

Por muchos motivos pervive aún la mentalidad judía en quienes buscan la seguridad del favor de Dios con el cumplimiento de lo mandado. Se observa la ley moral más por el temor al castigo o la esperanza del premio, que por el amor y gratitud hacia el Padre; pudiendo llegar incluso a un cumplimiento escrupuloso y rigorista de los detalles de la ley, pero sin poner en ello el corazón, que es lo Dios reclama.

Jesús llevó a la perfección y condensó toda la moral en su único mandamiento. Pues la Ley entera se resume en una frase: Amarás al prójimo como a ti mismo  (Gal 5,14). Una religión legalista es fatiga y opresión y se convierte en muerte porque degenera en la vanagloria de hacer las cosas para ser visto, en la hipocresía que lleva a juzgar a los demás, y en el orgullo de quien no puede aceptar la salvación como un don, porque prefiere tener la seguridad de ganársela con las obras que hace y los deberes que cumple.

El amor cristiano, en cambio, pone a la ley en su lugar, de medio y no de fin, y mueve a curar a un enfermo aunque la ley prohíba hacerlo en día sábado, o a sentarse a la mesa con publicanos y pecadores, aunque éste sea un comportamiento criticable. La nueva ley del amor ensancha el corazón, alivia y descansa, es justicia nueva, que me hace confiar no en lo que yo puedo hacer para santificarme, sino en lo que puede hacer en mí el amor de Dios (1 Cor 5,10).

De esta certeza brota la inquebrantable confianza. Jesús nos la asegura con sus palabras: Vengan, yo los aliviaré. Por eso San Claudio de la Colombière llegaba a decir en su Acto de Confianza: “Dormiré y descansaré en paz… Que otros esperen su felicidad de su riqueza o de sus talentos; que se apoyen sobre la inocencia de sus vidas o sobre el rigor de sus penitencias, o sobre el número de sus buenas obras, o sobre el fervor de sus oraciones. En cuanto a mí, Señor, toda mi confianza es mi confianza misma. Porque tú, Señor, sólo tú, has asegurado mi esperanza. En ti, Señor, esperé, y no quedaré defraudado. Y estoy seguro de que esperaré siempre, porque espero igualmente esta invariable esperanza”.

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