P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo: "Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga, y yo les daré alivio. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga, ligera".
¡Vengan
a mí los que están cansados y agobiados que yo los aliviaré!,
se refiere ante todo a los judíos, forzados a practicar una religión convertida
por los fariseos en una red de reglamentaciones, que sofocaba la libertad de
conciencia (Cf. Mt 23,4).
La ley que enseña Jesús para el ordenamiento de las relaciones con
Dios y con el prójimo es yugo suave y carga ligera, porque es respuesta
agradecida al amor de Dios que hace hijos a quienes creen en Él, y quiere ser
amado y respetado con libertad, no por obligación ni por temor.
Jesús no reduce su enseñanza a la transmisión de normas y
prohibiciones, sino que orienta a sus discípulos a una adhesión a su persona y
mensaje, que equivale a seguirlo e imitarlo. Invita, no constriñe ni se impone.
Ser discípulo es entrar a una comunidad de vida, con relaciones mutuas de
afecto y servicio, a través de las cuales el discípulo asimila la forma de ser
del maestro, su amor misericordioso para con los pobres.
Por muchos motivos pervive aún la mentalidad judía en quienes
buscan la seguridad del favor de Dios con el cumplimiento de lo mandado. Se observa
la ley moral más por el temor al castigo o la esperanza del premio, que por el
amor y gratitud hacia el Padre; pudiendo llegar incluso a un cumplimiento escrupuloso
y rigorista de los detalles de la ley, pero sin poner en ello el corazón, que
es lo Dios reclama.
Jesús llevó a la perfección y condensó toda la moral en su único
mandamiento. Pues la Ley entera se resume
en una frase: Amarás al prójimo como a ti mismo (Gal 5,14). Una religión legalista es fatiga y
opresión y se convierte en muerte porque degenera en la vanagloria de hacer las
cosas para ser visto, en la hipocresía que lleva a juzgar a los demás, y en el orgullo
de quien no puede aceptar la salvación como un don, porque prefiere tener la
seguridad de ganársela con las obras que hace y los deberes que cumple.
El amor cristiano, en cambio, pone a la ley en su lugar, de medio
y no de fin, y mueve a curar a un enfermo aunque la ley prohíba hacerlo en día
sábado, o a sentarse a la mesa con publicanos y pecadores, aunque éste sea un
comportamiento criticable. La nueva ley del amor ensancha el corazón, alivia y descansa,
es justicia nueva, que me hace confiar no en lo que yo puedo hacer para
santificarme, sino en lo que puede hacer en mí el amor de Dios (1 Cor 5,10).
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