P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, comenzó Juan el Bautista a predicar en el desierto de Judea, diciendo: "Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los cielos".
Juan es aquel de quien el profeta Isaías hablaba, cuando dijo: Una voz clama en el desierto: Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos.
Juan usaba una túnica de pelo de camello, ceñida con un cinturón de cuero, y se alimentaba de saltamontes y de miel silvestre. Acudían a oírlo los habitantes de Jerusalén, de toda Judea y de toda la región cercana al Jordán; confesaban sus pecados y él los bautizaba en el río.
Al ver que muchos fariseos y saduceos iban a que los bautizara, les dijo: "Raza de víboras, ¿quién les ha dicho que podrán escapar al castigo que les aguarda? Hagan ver con obras su conversión y no se hagan ilusiones pensando que tienen por padre a Abraham, porque yo les aseguro que hasta de estas piedras puede Dios sacar hijos de Abraham. Ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto, será cortado y arrojado al fuego.
Yo los bautizo con agua, en señal de que ustedes se han convertido; pero el que viene después de mí, es más fuerte que yo, y yo ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias. Él los bautizará en el Espíritu Santo y su fuego. Él tiene el bieldo en su mano para separar el trigo de la paja. Guardará el trigo en su granero y quemará la paja en un fuego que no se extingue".
En
la primera lectura, Isaías anuncia el nacimiento de un gobernante futuro como prueba
de que Dios traerá la salvación a las naciones por medio de su pueblo Israel. Será
un descendiente del linaje de Jesé, padre de David, que en aquel entonces era
una casa real en total decadencia, semejante a un tronco cortado y seco, del
que nada se podía esperar. Sin embargo, sobre él vendrán los vientos del poder
divino, que harán brotar un renuevo, portador del espíritu de Dios. Su cercanía
especial a Dios le hará gobernar con rectitud (no con las armas), defender a
los pobres, y quebrantar la violencia con la “vara de su boca”. Se logrará una
paz universal y no se cometerá ya mal alguno. En su reinado se difundirá por
todas partes el Espíritu y el conocimiento de Dios.
Con
metáforas y símbolos de gran contenido poético el profeta pinta un cuadro ideal
que visualiza el gobierno de Dios sobre todas las cosas: recuerda la armonía inicial
que existía en el jardín donde Dios puso al hombre y a la mujer recién creados:
armonía con la naturaleza, armonía entre ellos y armonía con Dios.
En
la nueva creación, en la tierra nueva, esa armonía perdida se restablecerá. Ya
no habrá agresores ni agredidos. La paz se extenderá a la naturaleza. Nadie
hará daño ni estrago, ni siquiera la serpiente, que según la tradición bíblica simbolizaba
el origen del mal. Un niño jugará con ella. Destruida la violencia y el mal en la
tierra nueva, el hombre ya no ambicionará más ser como Dios; se le concederá
“la ciencia del Señor”, para conocerlo y vivir conforme a su voluntad en plenitud
de gozo y paz, sólo comparable a la inmensidad del mar.
San
Pablo en la carta a los Romanos hace ver la dimensión universal de la salvación
que Dios ofrece. En Jesucristo, Dios muestra su misericordia en favor de todos
los pueblos. Esta universalidad del mensaje y de la salvación debe fundamentar
el respeto y la acogida que los cristianos debemos dar a todos sin distinción.
Si Dios acoge y ofrece su salvación a judíos y gentiles, debemos estar de
acuerdo unos con otros y acogernos
mutuamente. No puede haber, por tanto, ningún tipo de exclusión por
razón de raza, lengua o posición social. Sólo así como comunidad unida en su
diversidad podemos alabar “unánimes... al Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo”.
En
el evangelio, Mateo nos presenta la figura de Juan Bautista, el precursor del
Mesías. Es un asceta austero, hombre íntegro y cabal, que vive de forma radical
y anuncia en el desierto la inminente llegada del Salvador. En lugar de seguir
la profesión sacerdotal de su padre Zacarías y dedicarse al templo (Lc 1,5ss), sigue una vocación de profeta
que critica al sistema corrupto imperante en la sociedad.
Su
vestido y comida permiten apreciar la austeridad en que vive y dan a entender por
qué se le identificó con el profeta Elías (2
Re 1,8). Jesús hará el elogio de Juan, diciendo que “es Elías, el que
tenía que venir” (11,14) y, más
aún, que es el mayor entre los hijos de mujer (11,9-11).
Juan
Bautista anuncia la próxima venida del Salvador y el establecimiento del
reinado de Dios en forma de amenaza a todos aquellos que se nieguen a bautizarse
y cambiar la vida de vicios y pecados que mantienen. La Ley y la religión que
practican no les han servido para superar la corrupción imperante. Si no
cambian de actitud, acabarán mal y de nada les servirá ser descendientes de
Abrahán.
Su
tono cambia, sin embargo, cuando declara humildemente estar subordinado a Jesús
el Mesías, a quien reconoce como “el
que viene detrás de mí y puede más que yo, y no merezco ni llevarle las
sandalias”. Su lealtad y obediencia llega incluso a reconocer la
insignificancia de su bautismo, comparado con el bautismo de Espíritu y fuego
que traerá Jesús, el único capaz de comunicar la gracia santificadora del
Espíritu divino.
La
invitación que trae consigo este segundo domingo de Adviento a dejarnos
transformar por el bautismo de Espíritu y fuego que nos ha traído Jesús, nos la
presenta el Papa Francisco como una llamada a poner en nuestra vida la alegría del Evangelio:
«Éste es el momento para decirle a
Jesucristo: “Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor,
pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito.
Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores”… Insisto
una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos
cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar “setenta
veces siete” (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar
sobre sus hombros una y otra vez. … Él nos permite levantar la cabeza y volver
a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede
devolvernos la alegría» (Exhortación ap. La Alegría del Evangelio, n.3).
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