P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: "Ustedes enviaron mensajeros a Juan el Bautista y él dio testimonio de la verdad. No es que yo quiera apoyarme en el testimonio de un hombre. Si digo esto, es para que ustedes se salven. Juan era la lámpara que ardía y brillaba, y ustedes quisieron alegrarse un instante con su luz.
Pero yo tengo un testimonio mejor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido realizar y que son las que yo hago, dan testimonio de mí y me acreditan como enviado del Padre".
No quieren a Jesús, les da rabia su modo de entender a Dios, la religión,
la moral y el derecho de las personas. Para ellos, fariseos, sumos sacerdotes y
jefes del pueblo, Dios es el poder supremo que legitima sus privilegios y el culto
que le ofrecen les sirve para lucrar y obtener poder. Han reducido la ley moral
a una casuística de preceptos y tradiciones que agobia a las conciencias y sólo
ellos interpretan. Consideran a las personas una masa de pecadores y excluidos,
“esa plebe que no conoce la ley y son unos malditos” (Jn 7,49). Jesús polemiza con ellos, los acusa de haber pervertido
la religión de Israel y aduce en favor de su doctrina el testimonio que viene
de lo alto.
Lo primero que afirma es que Él no hace nada por su cuenta sino
aquello que Dios le dicta. Por eso, el testimonio de la verdad de su causa no
la puede dar Él mismo, pues el testimonio en propio favor no vale. Tampoco
pueden darlo otros hombres, porque no conocen su realidad de Hijo enviado de
Dios, en quien el mismo Dios invisible ha querido revelarse. Por eso, sólo Dios
su padre puede avalar que la obra que realiza en su nombre es la salvación del
género humano. Aparte de esto, Jesús aduce también el testimonio de Juan
Bautista que claramente lo señaló como el Mesías, venido a quitar el pecado del
mundo, y el de la Palabra de Dios, la Escritura santa, que habla de Él.
Pero Jesús sabe bien que sus adversarios no le creen porque no
buscan la verdad sino su propia gloria y sus intereses. Ellos mismos enviaron una
comisión a interrogar a Juan, pero no aceptaron su declaración. Afirman conocer
la Escritura mejor que nadie, pero se niegan a admitir que ella, desde Moisés
hasta los profetas, habla del amor salvador del Padre que viene a todos por
medio de su Hijo. Por último, las obras que Él realiza demuestran quién es Él,
pero ellos no quieren ver.
Los humildes y sencillos sí lo han visto y han creído, y se han
confiado totalmente a la misericordia divina que en Él actúa como un poder en
favor de los enfermos, los pobres y los pecadores. Su palabra y sus obras
revelan a Dios como Padre, al mismo Jesús como su Hijo, y a los seres humanos
como hermanos y hermanas.
La raíz de la incomprensión la ve Jesús en el buscar la gloria de
los hombres y no la de Dios. No se confía en Dios sino en el prestigio y poder
mundano. No se busca a Dios para sentir la alegría de su amor y de su perdón
porque se buscan otras alegrías y satisfacciones. No se construye la vida sobre
el amor recibido y ofrecido, sino sobre la autoafirmación egoísta. Se desconoce
así la propia identidad de hijos, se niega la fraternidad con los prójimos y se
construye un Dios sometido a su servicio.
Son muchas las resistencias que podemos oponer a la Palabra. Nos
hacemos sordos y dejamos que otras palabras calen en nosotros y nos convenzan.
Nos falta llegar a decir como Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Sólo tus palabras
dan vida eterna?” (Jn 6,68).
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