P. Carlos Cardó SJ
Prendimiento de Jesús, óleo sobre lienzo de Dieric Bouts (siglo
XV), Pinacoteca de Munich, Alemania
Entonces Judas, al frente de un destacamento de soldados y de los guardias designados por los sumos sacerdotes y los fariseos, llegó allí con faroles, antorchas y armas.
Jesús, sabiendo todo lo que le iba a suceder, se adelantó y les preguntó: «¿A quién buscan?».
«A Jesús, el Nazareno», respondieron.
El les dijo: «Soy yo».
Judas, el que lo entregaba, estaba con ellos. Cuando Jesús les dijo: «Soy yo», ellos retrocedieron y cayeron en tierra.
Les preguntó nuevamente: «¿A quién buscan?».
Le dijeron: «A Jesús, el Nazareno».
Jesús repitió: «Ya les dije que soy yo. Si es a mí a quien buscan, dejan que estos se vayan». Así debía cumplirse la palabra que él había dicho: «No he perdido a ninguno de los que me confiaste».
Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja derecha. El servidor se llamaba Malco.
Jesús dijo a Simón Pedro: «Envaina tu espada. ¿Acaso no beberé el cáliz que me ha dado el Padre? ».
Después de haber dicho esto, Jesús fue con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón. Había en ese lugar una huerta y allí entró con ellos. Judas, el traidor, también conocía el lugar porque Jesús y sus discípulos se reunían allí con frecuencia.
El evangelista San Juan presenta la
pasión de Jesús como la revelación del amor que triunfa sobre el mal del mundo
y la muerte. En Jesús muerto en la cruz, la vieja humanidad, alejada de Dios
por el pecado, muere y renace como una nueva humanidad, cuyo destino es el
reino de Dios. Esta transformación acompaña toda la narración. La traición y
arresto de Jesús en el Huerto de los Olivos, las afrentas en casa del sacerdote
Caifás y en el pretorio de Pilato, la tortura de la flagelación, la corona de
espinas y el manto púrpura, la proclamación que hace de él Pilato: ¡He ahí al Hombre!, ¡Aquí tienen a su Rey!,
todos son preparativos de su entronización.
En su cruz se ha escrito su título
de rey. Levantado en alto, se cumple lo que había dicho: Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí (Jn
12,32). De este modo la cruz, patíbulo infame, se convierte en el trono del
Hijo de Dios, desde el que juzga y derrota a la maldad del mundo (cf. Jn 12,31). San Pablo dirá: Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia
(Rom 5, 20).
Toda la injusticia y maldad del
mundo se concentran para dar muerte al inocente. Todo el amor con que Dios y su
Hijo aman al mundo llega hasta el extremo de aceptar este destino y vencer esa
misma maldad con el perdón, la bondad y la misericordia. Jesús convierte su
muerte de asesinato perverso en ofrenda voluntaria de su cuerpo entregado y de
su sangre derramada como la prueba suprema de cuánto es capaz de hacer Dios
para que nadie se pierda, para que la maldad no triunfe en ninguno de sus hijos
e hijas. Mirando la cruz no podemos dejar de ver ¡cuánto nos ama Dios!
La pasión y muerte de Jesús son el
triunfo del amor. Por eso, Juan nos hace advertir la serie de pequeños y
grandes actos del amor misericordioso de Jesús que se suceden durante su
pasión. Todo es don en la pasión y muerte del
Señor: continúa preocupándose por los suyos y pide que lo arresten a él
solo, confía su madre al discípulo...
Y, con la convicción de haber
realizado plenamente la misión que el Padre le ha encomendado, inclina la
cabeza y nos da el Espíritu. Finalmente, de su costado traspasado por la lanza,
sale sangre y agua, signos de la Iglesia ahí representada en el agua del
bautismo y la sangre de la eucaristía. La sobreabundancia de mal es cambiada
por el amor del Padre, por Jesús y con el Espíritu, en sobreabundancia de bien.
Se nos invita, pues, a contemplar
la cruz del Señor y admirarnos del amor de Dios por la humanidad, por cada ser
humano en concreto, por ti, por mí. Se nos invita a creer en el valor de la
vida humana que ha sido amada por Dios hasta este punto. Se nos invita a mirar
el Corazón traspasado de Cristo –Mirarán
al que atravesaron– para que sea
Él quien marque la dirección y sentido del camino por donde se alcanza la vida
verdadera: camino del amor que mueve a amar como somos amados. Así nos haremos
fuertes para llevar nuestra cruz, como Jesús llevó la suya, para hacer de ella
una ocasión recóndita de entrega y ofrecimiento.
Con estos sentimientos, adoremos la cruz salvadora. Contemplemos
al Señor levantado a lo alto y supliquémosle que nos mire como miró a su
bendita madre o al discípulo al que tanto quería y digámosle:
«Acuérdate de mí, Señor, con
misericordia, no recuerdes mis pecados, sino piensa en tu cruz; acuérdate del amor
con que me amaste hasta dar tu vida por mí; acuérdate en el último día de que
durante mi vida yo sentí tus sentimientos y compartí tus sufrimientos con mi
propia cruz a tu lado. Acuérdate entonces de mí y haz que yo ahora me acuerde
de ti» (Bto. Henry Newman).
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