P.
Carlos Cardó SJ
Cristo
ante Caifás, óleo sobre lienzo de Matthias Stom (1630 aprox.), Museo de Arte de
Milwaukee, Wisconsin, Estados Unidos
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En aquel tiempo, muchos de los judíos que habían ido a casa de Marta y María, al ver que Jesús había resucitado a Lázaro, creyeron en él. Pero algunos de entre ellos fueron a ver a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús.Entonces los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron al sanedrín y decían: "¿Qué será bueno hacer? Ese hombre está haciendo muchos prodigios. Si lo dejamos seguir así, todos van a creer en él, van a venir los romanos y destruirán nuestro templo y nuestra nación".Pero uno de ellos, llamado Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: "Ustedes no saben nada. No comprenden que conviene que un solo hombre muera por el pueblo y no que toda la nación perezca".
Sin embargo, esto no lo dijo por sí mismo, sino que, siendo sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para congregar en la unidad a los hijos de Dios, que estaban dispersos. Por lo tanto, desde aquel día tomaron la decisión de matarlo.Por esta razón, Jesús ya no andaba públicamente entre los judíos, sino que se retiró a la ciudad de Efraín, en la región contigua al desierto y allí se quedó con sus discípulos.Se acercaba la Pascua de los judíos y muchos de las regiones circunvecinas llegaron a Jerusalén antes de la Pascua, para purificarse. Buscaban a Jesús en el templo y se decían unos a otros: "¿Qué pasará? ¿No irá a venir para la fiesta?".
¿No
se dan cuenta de que es preferible que muera un solo hombre por el pueblo, a
que toda la nación sea destruida?, dijo Caifás. Y el evangelista San Juan añade una
frase misteriosa: no hizo esta propuesta
por su cuenta, sino que, como desempeñaba el oficio de sumo sacerdote aquel
año, anunció bajo la inspiración de Dios que Jesús iba a morir por toda la
nación. Y no sólo por la nación judía, sino para conseguir la unión de todos
los hijos de Dios que estaban dispersos (Jn 11, 50-52). Es decir, que
Caifás, sin saberlo ni pretenderlo, señaló el significado redentor de la muerte
de Jesús. Tendrá que morir para que la nación y toda la humanidad se salven.
Pero ¿qué sentido tiene que un hombre muera por toda la nación?
Tradicionalmente se ha interpretado en el sentido de un rescate:
uno paga para redimir a todos, Jesucristo cancela la deuda contraída por la
humanidad pecadora, su sangre es el precio valioso que ha merecido para
nosotros la vida. Esta idea está muy presente en el Antiguo Testamento. Se
visibilizaba en el día de la purificación con el rito del macho cabrío sobre el
que, simbólicamente, los hebreos cargaban los pecados del pueblo y lo abandonaban
en el desierto (cf. Lev 16,20-22).
La sangre, además, tenía poder de borrar los pecados. El Sumo
Sacerdote con la sangre de las víctimas inmoladas asperjaba el propiciatorio –que
era una plancha de oro sobre el Arca de la Alianza–, expresando la voluntad de
unirse a Dios, eliminando la separación y distancia provocadas por el pecado.
San Pablo aplica esta imagen a Jesucristo y lo presenta como el nuevo propiciatorio de nuestros pecados (Rom 5).
La idea de la redención como rescate se une así a la de la muerte
sustitutiva (vicaria) y a la del sacrificio expiatorio. La muerte vicaria
aparece en varios pasajes de las cartas de Pablo (1Tes 5, Gal
2, 1Cor 1 y 15, 2Cor 5, Rom 5,14, también en 1Pe 2).
Los Santos Padres de la primitiva Iglesia dirán que Cristo
establece el intercambio entre Dios y los hombres, con el que se da la victoria
sobre la muerte y el diablo, que Cristo con su sangre da a Dios la debida
satisfacción (San Anselmo), y que su sangre es el instrumento del amor que
reconcilia (Santo Tomás de Aquino). En el himno eucarístico Adoro Te devote, Santo Tomas de Aquino
dice que una sola gota de la sangre de Cristo puede liberar al mundo entero de
todos los crímenes.
Pero no se puede negar que esta idea de que el inocente pague por
todos, resulta difícil de comprender. Dios no quiso la muerte de su Hijo; no lo
envió al mundo para que lo mataran. No se puede pensar así, se haría de Dios un
padre despiadado. Lo que hizo Dios fue enviar a su Hijo para que se
identificara con sus hermanos mediante un amor que lo llevaría hasta asumir
solidariamente el sufrimiento y la muerte.
Dios miraba sólo a que su Hijo, enviado y entregado al mundo,
mantuviera su solidaridad salvífica con los hombres, acercándose incluso –con
su amor llevado hasta el extremo– hasta abrazar a sus enemigos para sacarlos de
su cerrazón y alejamiento.
Y eso es lo que hizo Jesús: no dudó en hacer suya la voluntad
amorosa de su Padre de dar su vida para que nadie se pierda, llenando de este
amor los padecimientos y muerte que sus enemigos –representantes del pecado del
mundo– le infligieron. Cristo Jesús nos ama y, porque nos ama, da su vida por
amor. El Padre, por su parte, se complace y acepta el amor más grande que su
Hijo demuestra dando la vida por sus amigos, confiriéndole todo su valor de
eternidad y su eficacia salvadora.
Además, Jesús ha de asumir toda la realidad humana, incluido el
pecado, el sufrimiento y la muerte. Por eso acepta el dolor de la cruz, para
iluminar y llenar con su amor el sufrimiento humano, la culpa humana y la
muerte, y vencerlos. El amor es lo que redime y salva.
Otra interpretación hace ver que el pecado y la muerte eran fruto
de la humanidad vieja, constituida por el mundo sin Dios y sin esperanza (Cf. Ef 2, 12), y por el pueblo de Israel, que
había quedado atrapado en el cumplimiento puramente exterior de la ley, sin la
libertad de los hijos de Dios.
Adán, inicio de la humanidad, representa el mundo viejo que ha de
morir para que pueda nacer una nueva vida. Eso es lo que ocurrirá en la cruz
del Señor. Para San Pablo Jesucristo es el nuevo Adán, que con su muerte da
comienzo a la humanidad nueva cuyo destino es el cielo. En su cuerpo entregado
y resucitado cabemos todos. Su cuerpo es «espiritual», y lo formamos todos: la
comunidad de fe, esperanza y amor, que Cristo resucitado colma del Espíritu para
renovarlo todo.
Esta idea sintetiza lo que es la pascua: Lo viejo ha pasado y ha aparecido algo nuevo. Todo viene de Dios, que
nos ha reconciliado consigo mismo por medio de Cristo (2 Cor 5 17-18). Por
esto los que viven en Cristo son una
nueva criatura. En la cruz, Cristo, el hombre nuevo, comparte la vida nueva
del Espíritu con todo su cuerpo, que es la comunidad de sus hermanos y
hermanas, y hace de ellos la humanidad nueva. Para eso muere Jesús.
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