P.
Carlos Cardó SJ
Cristo
Salvador, mosaico de autor anónimo del siglo XII, ábside de la Catedral de
Monreale, Sicilia, Italia
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Jesús les dijo: "Si yo hago de testigo en mi favor, mi testimonio no tendrá valor. Pero Otro está dando testimonio de mí, y yo sé que es verdadero cuando da testimonio de mí. Ustedes mandaron interrogar a Juan, y él dio testimonio de la verdad. Yo les recuerdo esto para bien de ustedes, para que se salven, porque personalmente yo no me hago recomendar por hombres. Juan era una antorcha que ardía e iluminaba, y ustedes por un tiempo se sintieron a gusto con su luz. Pero yo tengo un testimonio que vale más que el de Juan: son las obras que el Padre me encomendó realizar. Estas obras que yo hago hablan por mí y muestran que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me ha enviado también da testimonio de mí. Ustedes nunca han oído su voz ni visto su rostro; y tampoco tienen su palabra, pues no creen al que él ha enviado. Ustedes escudriñan las Escrituras pensando que encontrarán en ellas la vida eterna, y justamente ellas dan testimonio de mí. Sin embargo ustedes no quieren venir a mí para tener vida. Yo no busco la alabanza de los hombres. Sé sin embargo que el amor de Dios no está en ustedes, porque he venido en nombre de mi Padre, y ustedes no me reciben. Si algún otro viene en su propio nombre, a ése sí lo acogerán. Mientras hacen caso de las alabanzas que se dan unos a otros y no buscan la gloria que viene del Único Dios, ¿cómo podrán creer? No piensen que seré yo quien los acuse ante el Padre. Es Moisés quien los acusa, aquel mismo en quien ustedes confían. Si creyeran a Moisés, me creerían también a mí, porque él escribió de mí. Pero si ustedes no creen lo que escribió Moisés, ¿cómo van a creer lo que les digo yo?”.
La controversia de Jesús con los fariseos y escribas acerca de la
autoridad con que enseña y con que realiza signos milagrosos está presentada
por el evangelista Juan como un juicio ante un tribunal. Por una parte está
Jesús el acusado y por otra los judíos, por un lado la fe y por otra la
incredulidad.
Jesús es acusado y se defiende aportando testimonios válidos a su
favor, el de Juan Bautista, su precursor, y, en definitiva el del mismo Dios,
su Padre, que habla a través de las Escrituras santas y actúa por medio de las
obras que Jesús realiza. Argumentando así, Jesús pasa de
acusado a acusador. Y consigue algo más: que la confrontación trascienda el
espacio y el tiempo y llegue hasta nosotros hoy y nos concierna.
Jesús pone de testigo en favor suyo a Juan Bautista, su autoridad
y prestigio entre los judíos era innegable. Pero su testimonio no puede ser el
definitivo pues, a fin de cuentas, era un hombre con una autoridad que le había
sido dada de lo alto. Se le reconoce como una lámpara luminosa, pero no era la
luz, sino el portador de la luz que le venía de Dios. Además, Juan Bautista
correspondía al pasado. De modo que el único y auténtico testigo y garante de
Jesús, antes y en el presente, sólo podía ser Dios, su Padre.
En efecto, Dios había hablado por medio de las Escrituras y se
podía ver que actuaba por medio de las obras que Jesús realizaba, pero no basta
conocer las Escrituras y ver las obras, es preciso previamente amar
incondicionalmente a Dios, respetar su libre actuar y aceptar su voluntad aunque
contradiga el propio sentir o parecer. Cuando esto no ocurre, no se comprende al
Hijo, no se le sigue y se le rechaza.
De esto acusa Jesús a sus contemporáneos y al mundo. No aman a
Dios, no comprenden ni acogen a su Hijo. Estudian las Escrituras, pero no para
conocer a Dios y oír su palabra, sino para justificarse a sí mismos y procurarse
gloria unos a otros. En ningún momento se han mostrado dispuestos a cambiar
para poder conocer la voluntad de Dios y llevarla a la práctica.
Los adversarios de Jesús, en el fondo, no tienen fe en Él porque
no han escuchado lo que dicen las Escrituras que muestran cómo el amor del
Padre al Hijo es dado también a los hombres. Han preferido creer en sus
tradiciones y costumbres religiosas, basadas en falsas interpretaciones de la
ley, y para aparecer como fieles cumplidores de ella y de las tradiciones, se
oponen a Jesús. Se hacen así los garantes del cumplimiento de la ley y obtienen
fama de justos. No han sido capaces de reconocer que la ley encuentra su pleno
cumplimiento en las enseñanzas de Jesús y que de Él hablaron los profetas.
Son muchas las resistencias que oponemos a la Palabra. No nos
creemos el amor de Dios y nos cuesta reconocer que los caminos del Señor pueden
ser distintos a nuestros caminos. En la raíz de todo está la falta de confianza
en Dios, que lleva a poner la seguridad en sí mismo y en la gloria, fama o
poder que se conquista. No amar y confiar en Dios es quedar esclavo del
egoísmo. Eso conduce a desconocer la propia identidad de hijos o hijas, que
lleva a su vez a desinteresarse del hermano y a querer usurpar el lugar de
Dios.
Sólo quien vive como hijo o hija reconoce que la vida es un don, y
se realiza en la entrega a los demás y en la comunión con el prójimo. Toda la
Escritura habla de esto: somos creados, criaturas, don del amor de Dios. Pero
nos hacemos sordos a su palabra y dejamos que otras palabras entren en nosotros
y nos convenzan.
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