sábado, 20 de abril de 2019

Las mujeres ante el sepulcro (Lc 24, 1-12)


P. Carlos Cardó SJ

Las santas mujeres en el sepulcro, fresco de Fran Angélico (1435 – 1445), Museo Nacional de San Marcos, Florencia, Italia
El primer día después del sábado, muy de mañana, llegaron las mujeres al sepulcro, llevando los perfumes que habían preparado. Encontraron que la piedra ya había sido retirada del sepulcro y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. Estando ellas todas desconcertadas por esto, se les presentaron dos varones con vestidos resplandecientes.Como ellas se llenaron de miedo e inclinaron el rostro a tierra, los varones les dijeron: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí; ha resucitado. Recuerden que cuando estaba todavía en Galilea les dijo: ‘Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado y al tercer día resucite’ ”.
Y ellas recordaron sus palabras.Cuando regresaron del sepulcro, las mujeres anunciaron todas estas cosas a los Once y a todos los demás. Las que decían estas cosas a los apóstoles eran María Magdalena, Juana, María (la madre de Santiago) y las demás que estaban con ellas. Pero todas estas palabras les parecían desvaríos y no les creían.Pedro se levantó y corrió al sepulcro. Se asomó, pero sólo vio los lienzos y se regresó a su casa, asombrado por lo sucedido.
Se piensa naturalmente que todo se acaba en la muerte. La muerte pone fin a toda esperanza, Por eso, la resurrección no puede dejar de suscitar dudas, incredulidad, incluso hilaridad (Hech 17,32; 26,24). Las dudas y la incredulidad son el espacio en donde nuestras recortadas perspectivas de mortales y el anuncio de una vida eterna se enfrentan, chocan.
La resurrección no puede deducirse de ninguna teoría ni dato humano. Es verdad revelada, accesible sólo por la fe que acepta las Escrituras y reconoce el poder de Dios.
En Israel, la fe en la resurrección surge a partir de la experiencia de las promesas hechas por Dios a la humanidad. El amor del Señor es eterno, dura por siempre, no puede terminar con la muerte; debe vencerla, más bien, y hacernos resurgir de ella para mantener su fidelidad con nosotros. La resurrección hace reconocer a Dios como Dios de vivos, no de muertos.
En el Antiguo Testamento, la fe en la resurrección alcanza su máxima expresión en la enseñanza y escritos de los profetas: Reconocerán ustedes que yo soy el Señor cuando abra sus tumbas y los resucite de sus sepulcros, pueblo mío. Haré entrar en ustedes mi espíritu y revivirán, los haré reposar en su país y sabrán que yo soy el Señor. Lo he dicho y lo cumpliré (Ex 37,13s).
La fe cristiana tiene su punto de origen en la resurrección de Cristo. La alegría que ella produce nos mueve a seguirlo hasta la cruz, para poder participar de su gloriosa resurrección. La resurrección de Jesucristo es principio y fin de todo el dinamismo de la vida cristiana. Dice Pablo: Si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe y estáis aún en vuestros pecados (1Cor 15,17). Nuestra resurrección y la de Cristo se implican recíprocamente.
La resurrección es la realización plena de la salvación. Dios ama la vida, Dios no quiere la muerte. Nos ha creado para la inmortalidad. En Jesús resucitado nos la ha mostrado. En Jesús, nosotros y toda la creación estamos destinados a la resurrección, es nuestra realización plena como hijos/as de Dios. Por esto no nos afligimos como los que no tienen esperanza (1 Tes 4,13). Y si esperamos en Cristo sólo en esta vida, somos los más desdichados de los hombres (1Cor 15,9).
La vida nueva que Jesucristo gana para nosotros es superior a todo conocimiento humano, consiste en estar para siempre con Él en Dios. Hoy estarás conmigo. Resucitar es encontrarse cara a cada con el amor de Dios en plenitud y ese encuentro significa la consumación de la vida que hemos vivido. Nuestra vida es asumida en una forma definitiva y totalmente feliz en la vida de Dios, es elevada y asumida por Dios.
Por eso, desde ese momento, todo lo humano valioso tiene en Él su medida. Todo lo que soportemos y hagamos por amor a los hermanos, queda ahí mantenido (asumido, conservado). Eso perdura a pesar de la muerte. Y esta esperanza es la que nos alienta y sostiene para seguir construyendo el reino de Dios entre nosotros.
Vivimos ya la vida resucitada; vivimos de su Espíritu y damos frutos de “amor, gozo, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” (Gal 5,22). Ya semejantes a Él, aguardamos la plena manifestación de lo que seremos, cuando finalmente lo veremos tal cual es… (1 Jn 3,2).
La resurrección corpórea les resultaba un absurdo a los griegos, que despreciaban la materia (Hech 17). Por eso, Lucas y Pablo subrayan en algunos de sus textos la corporalidad del Resucitado (Lc 24,39s; 1Cor 15). Pero no se trata de la reanimación de un cadáver, de un retorno a la vida que seguiría estando destinada a morir (como la resurrección de Lázaro). Es una creación nueva, el paso a una nueva forma de existencia en Dios.
Nuestro cuerpo será animado por el mismo Espíritu de Dios y participará de su vida. “Se siembra un cuerpo corruptible, se levanta incorruptible; … innoble, resucita glorioso; …débil, se levanta fuerte; …animal, resucita un cuerpo espiritual” (1 Cor 15,24s). El sepulcro vacío permite apreciar que la resurrección ya es un hecho consumado: Cristo ha resucitado con su cuerpo glorioso.
Pero los relatos del evangelio tienen una intención: quieren mostrarnos cómo también nosotros podemos tener la experiencia del Resucitado, cómo podemos tener un encuentro con Él que cambie nuestras vidas. Por eso subrayan elementos característicos, comunes a ellos y a nosotros: el anuncio, la incredulidad, el encontrarse con Él y tener que reconocerlo, el recuerdo (Escrituras y Eucaristía), el cambio radical que se produce en las personas, el envío.

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