P.
Carlos Cardó SJ
La comida de Emaús, óleo sobre lienzo de Charles-Michell Ange Challe (1754 – 1759), Museo Nacional de Bellas Artes de Québec, Canadá |
Cuando los dos discípulos regresaron de Emaús y llegaron al sitio donde estaban reunidos los apóstoles, les contaron lo que les había pasado en el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.Mientras hablaban de esas cosas, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz esté con ustedes".
Ellos, desconcertados y llenos de temor, creían ver un fantasma.Pero Él les dijo: "No teman; soy yo. ¿Por qué se espantan? ¿Por qué surgen dudas en su interior? Miren mis manos y mis pies. Soy yo en persona, tóquenme y convénzanse: un fantasma no tiene ni carne ni huesos, como ven que tengo yo". Y les mostró las manos y los pies.Pero como ellos no acababan de creer de pura alegría y seguían atónitos, les dijo: "¿Tienen aquí algo de comer?".Le ofrecieron un trozo de pescado asado; Él lo tomó y se puso a comer delante de ellos. Después les dijo: "Lo que ha sucedido es aquello de lo que les hablaba yo, cuando aún estaba con ustedes: que tenía que cumplirse todo lo que estaba escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos".Entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras y les dijo: "Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto".
Los discípulos no se inventaron la fe en la
resurrección, no se les ocurrió que la vida del Señor no había acabado en el
sepulcro, ni fueron víctimas de una ilusión. Lo que los evangelios nos demuestran
es que, a consecuencia de la muerte de Jesús, los discípulos quedaron
profundamente abatidos, con sus esperanzas por los suelos, sin nada que hacer
ya, sino disolverse como grupo.
Poco después, sin embargo, movidos por el
testimonio dado por unas mujeres, fueron al sepulcro y comprobaron que estaba
vacío; pero aquello se prestaba a diversas interpretaciones y, por sí solo, no
era un hecho contundente que los moviera a aceptar la resurrección.
Ellos la captan y comprenden, no a partir de sus
propias razonamientos y deducciones, sino como una experiencia que les viene
otorgada, como un don, cuya iniciativa la toma el mismo Señor, que es quien los
hace reconocer su presencia en medio de sus búsquedas –como los que iban a
Emaús– o en la comunidad reunida en Jerusalén. Pero les costó reconocerlo: el
miedo, las dudas, la tristeza se lo impedían. Unos quedaron atónitos sin poder
reconocerlo, otros aturdidos en sus dudas y otros creyeron ver un fantasma.
En el texto de hoy, Lucas relata con realismo la experiencia del
Resucitado que tienen los discípulos e insiste, más que los otros evangelistas,
en la corporalidad del Resucitado. La
razón de esto es que los miembros de la comunidad a los que destinaba su
escrito eran cristianos procedentes de un medio cultural helenista, en el que
muchos creían en la inmortalidad del alma, pero no en la resurrección de los
cuerpos (Hech 17,18.32; 26.8.24),
aunque creían fácilmente en fantasmas.
Para evitar equívocos y disipar dudas, Jesús no sólo les demuestra
su identidad, mostrándoles sus manos y sus pies, sino que se sienta a comer con
ellos. Con este gesto se quiere indicar que él no es un fantasma, sino que está
ante ellos de manera real y concreta. Los discípulos no han tenido una ilusión
ni han visto un espíritu.
Pero la resurrección no significa que él ha vuelto a la vida
terrena que antes tenía, destinada de nuevo a morir, sino todo lo contrario:
Dios lo ha hecho pasar a una vida nueva, definitiva, que supera la muerte
porque es una vida que se sitúa en el mismo plano de existencia que la de Dios.
No sólo su espíritu ha vencido a la muerte; toda la persona de Jesús es la que ha
sido salvada de la muerte y subsiste para siempre en su nueva y definitiva
forma de existir en Dios.
Asimismo, Lucas pretende señalar la relación que existe entre la
experiencia que tuvieron los primeros testigos y la que podemos tener hoy:
ellos, a pesar de haber visto y tocado al Resucitado, tienen –al igual que
nosotros– que reconocerlo y creer por la Palabra y el banquete.
El relato nos invita, pues, a sentir presente al Señor escuchando su
Palabra, contenida en la Escritura. Ella nos hace ver que Dios ha demostrado todo el poder de su amor salvador en Jesús resucitándolo
de la muerte. Ella nos enseña también a confiar en el Señor, seguros de que si con él morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con
él” (2 Tim 2,11s). Porque si Cristo resucitó, también resucitaremos (cf. 1 Cor 15).
Al
mismo tiempo, el relato enseña a descubrir la presencia del Señor en la comunidad, sobre todo cuando se congrega para la eucaristía. Allí, en la mesa fraterna, en el banquete del pan único y compartido, que
celebramos en memoria suya, se nos hace presente el Señor, y se realiza la
fraternidad por la acción de su Espíritu.
Finalmente el Señor quiere que sus discípulos se conviertan en
“testigos” de su triunfo sobre el pecado y la muerte. Llevarán este anuncio a
todas las naciones, fortalecidos por la fuerza que les viene del Espíritu
Santo.
Los discípulos “vieron”
y “tocaron”, pero tuvieron que reconocer
y creer. También nosotros tenemos que reconocer y creer. La Palabra nos abre el
entendimiento para comprender lo que hizo por nosotros. El Pan que partimos nos hace comulgar en su Cuerpo y forja nuestra
unidad. Comprobamos lo que nos transmitieron aquellos primeros testigos y nos
animamos a llevar al mundo el mensaje de que la esperanza del ser humano está garantizada.
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