P.
Carlos Cardó SJ
Cruz
en la montaña, óleo sobre lienzo de Caspar David Friedrich (1808), Nueva
Galería de Maestros, Dresde, Alemania
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De nuevo Jesús les dijo: "Yo me voy y ustedes me buscarán. Pero ustedes no pueden ir a donde yo voy y morirán en su pecado".Los judíos se preguntaban: "¿Por qué dice que a donde él va nosotros no podemos ir? ¿Pensará tal vez en suicidarse?".Pero Jesús les dijo: "Ustedes son de abajo, yo soy de arriba. Ustedes son de este mundo, yo no soy de este mundo. Por eso les he dicho que morirán en sus pecados. Yo les digo que si ustedes no creen que Yo soy, morirán en sus pecados".
Le preguntaron: "Pero ¿quién eres tú?".Jesús les contestó: "Exactamente lo que acabo de decirles. Tengo mucho que decir sobre ustedes y mucho que condenar, pero lo que digo al mundo lo aprendí del que me ha enviado: Él es veraz".
Ellos no comprendieron que Jesús les hablaba del Padre.
Y añadió: "Cuando levanten en alto al Hijo del Hombre, entonces conocerán que Yo soy y que no hago nada por mi cuenta, sino que sólo digo lo que el Padre me ha enseñado. El que me ha enviado está conmigo y no me deja nunca solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a Él". Esto es lo que decía Jesús, y muchos creyeron en él.
En la cruz se revela la identidad humana y divina de Jesús.
Rechazado por sus hermanos, humillado y condenado por las autoridades de su
pueblo, será allí mismo reconocido por Dios, su Padre, que garantizará la
verdad de su causa, lo revelará como su Hijo, y hará que brille en Él su
gloria, resplandor de su ser divino, la
gloria propia del Hijo único del Padre, lleno
de gracia y de verdad (1,14), amor y lealtad.
En el evangelio de Juan, cruz y resurrección son dos caras de un
mismo misterio. Por eso, “levantado”
significa a la vez crucificado y resucitado. Juan ve la pasión como
glorificación. Ya antes Jesús había dicho que convenía que el Hijo del hombre
fuera levantado como la serpiente de
Moisés en el desierto, para que quienes lo vean sean salvados (Jn 3,15ss). Dirá, asimismo: Una vez que haya sido elevado sobre la
tierra, atraeré a todos hacia mí (12,31).
San Juan no ve en la muerte de Jesús un simple hecho natural, ni
un simple asesinato político-religioso o una tragedia incomprensible. Para el
evangelista, Jesús realiza en la cruz su vuelta
al Padre. Pero como los contemporáneos de Jesús no conocen a Dios, tampoco
reconocen al Hijo. Sus mismos discípulos, antes de vivir la experiencia de su
resurrección, quedarán abrumados pensando que su muerte ha sido su más radical
fracaso.
Y en cierto modo nos ocurre a nosotros también algo semejante
cuando pensamos en nuestra muerte no como una vuelta y encuentro definitivo con
Dios, sino como mera separación y privación de la vida, como el fin
irremediable de lo que somos, que hace inútil toda tentativa de ponernos a
salvo.
El
que me envió está conmigo y no me deja solo, porque yo hago siempre lo que le
agrada. Con esta certidumbre interior vive y muere Jesús. Su absoluta
identificación con la voluntad de su Padre –que lo ha enviado para demostrar
hasta dónde es capaz de llegar el amor que salva– hace que su aceptación de la
muerte no sea pasiva, sino activa, como un acto supremo de entrega de la propia
vida. Por eso los cristianos hablamos de la cruz de Jesús como una ofrenda y un
sacrificio que nos salva.
En la muerte de Jesús, culminación de una misión recibida, su
Padre lo glorifica y da cumplimiento al proceso de revelarse al mundo como un
Dios cercano. Por eso, el evangelio de San Juan ve en el Jesús levantado en la
cruz la revelación de Yo-soy: Cuando
levanten en alto al Hijo del hombre, entonces
reconocerán que yo soy.
Levantado en la cruz, Jesús revela quién es Dios y quien es él. Ya
no se puede dudar, el Dios que en la persona de Jesús se ha acercado a nosotros
es el Dios amor, capaz de cargar sobre sí el mal de sus hijos e hijas a quienes
ama, capaz de perdonar y dar su vida a quienes lo llevan a la muerte. Sólo en
la cruz conocemos en verdad quien es «Yo-soy» (Ex 3, 149). Por eso, Pablo dirá
que el mensaje de la cruz es sabiduría y poder de Dios (1Cor 1,18ss). En la cruz se revela el Dios que libera de toda esclavitud. El abismo del mal es llenado por Dios con su amor
incondicionado y sin límites, con el que vence al mal y quita el pecado del
mundo.
Se cumple así en sentido pleno la paradoja que José les hizo ver a
sus hermanos en las consecuencias de su mala acción cometida contra él de
venderlo como esclavo a los egipcios: Ustedes
habían pensado hacerme el mal, pero Dios ha querido cambiarlo en bien, para
hacer lo que estamos viendo: dar vida a un gran pueblo (Gen 50,20).
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