P.
Carlos Cardó SJ
Santa
Rosa de Lima, óleo sobre lienzo de Bartolomé Esteban Murillo (1670), Museo
Lázaro Galdiano, Madrid, España
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En aquel tiempo, Jesús les propuso esta parábola: «El Reino de los Cielos es semejante a un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo. Es ciertamente más pequeña que cualquier semilla, pero cuando crece es mayor que las hortalizas, y se hace árbol, hasta el punto de que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas.»Les dijo otra parábola: «El Reino de los Cielos es semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo.»
Jesús había anunciado la buena noticia de la venida del reino. Su
predicación debió suscitar una gran expectativa de la gente y de sus propios
discípulos, que creyeron poder asistir al esplendor de su reinado. Pero pronto
observaron que no había nada glorioso en la persona de Jesús y en su actuación;
al contrario, se situaba fuera de las esferas de poder político y religioso y
actuaba con sencillez, casi en anonimato, en aldeas y pequeñas ciudades de la
región pobre de Galilea. Muchos se desilusionaron y le dieron la espalda
descontentos. No veían nada del esplendor del mesías tal como ellos se lo
imaginaban. Frente a esta reacción de la gente, Jesús toma posición clara con
esta parábola.
La parábola compara el reino de Dios a la semilla de mostaza, que
tiene una proverbial característica: siendo pequeñísima puede llegar a medir
dos o tres metros de altura y se cuenta entre las mayores hortalizas.
Los oyentes de Jesús debieron quedar sorprendidos, porque la
grandeza del reino de Dios, que traería consigo el triunfo sobre los enemigos
de Israel y el restablecimiento de la monarquía de David, sugería más bien la
imagen de un árbol frondoso y no la de una pequeña semilla. De hecho así
aparece en Ez 17,22-24: Dice el Señor:
Tomaré la copa de un cedro y de la punta de sus ramas un tallo y lo plantaré en
un monte elevado; lo plantaré en un monte alto de Israel, y echará ramas y dará
frutos y se hará cedro magnifico. Toda clase de pájaros anidarán en él.
Evidentemente, en la parábola Jesús habla de su propia actividad. El
reino que Él anuncia se hace presente con las curaciones de enfermos y los
signos que realiza para sanar los corazones afligidos, no con la movilización
de los ejércitos celestiales y el derrocamiento de los romanos.
Este comienzo nada grandioso tendrá un desarrollo inesperado. Jesús invita a la confianza y a un
cambio de mentalidad, concretamente de las ideas corrientes sobre el reino de
Dios en Israel. El señorío de Dios ha comenzado realmente con Él y se están
viviendo ya los tiempos mesiánicos. Sin embargo, es como una realidad que no ha
desplegado aún toda su potencialidad y riqueza. Es una semilla plantada, una
realidad incipiente, apenas perceptible, pero que irá creciendo y sólo al final
alcanzará su plenitud.
Ahora, su presencia está como escondida, es pobre, parcial e
imperfecta, pero entre el presente y el futuro último hay una continuidad
fundamental irreversible. La justicia, la paz y todos los bienes prometidos se
van realizando de manera parcial pero segura, como garantía de la esperanza, en
la pobreza de la predicación de Jesús y de sus discípulos. En ella, como en el
granito de mostaza está contenida la grandeza del arbusto.
Desde otra perspectiva, la pequeñez de la semilla hace pensar en
Cristo, grano caído en tierra. En Él se cumple plenamente el designio de Dios y
su modo de ser y de actuar: un Dios que se abaja hasta aparecer en la pequeñez
de nuestra carne, en la indefensión del niño nacido en Belén.
No cabe desilusión alguna. Se impone un cambio de mente para
comprender el misterio de un mesías pobre y humilde y de su reino que viene de
su misma debilidad. Es una invitación a entrar por los caminos de Dios, por la
lógica de su reino: según la cual, el mayor es quien se ha hecho el más pequeño
de todos (Lc 9,48; 22,26ss). Toda la
esperanza cristiana como espera del futuro tiene su fundamento y justificación
en el obrar de Dios en la persona y palabra de Jesús.
Muy similar a la anterior, la parábola de la levadura contiene el
mismo mensaje: la semilla y la pequeña porción de levadura muestran la fuerza
transformadora que tiene la persona y predicación de Cristo con relación al
mundo para instaurar en él el reino de Dios. Lo que se destaca es que la
levadura se oculta en la harina, pero hace fermentar calladamente toda la masa.
Así ocurre con el reino de Dios: se desarrolla ocultamente en un proceso
incesante hasta su plenitud.
Jesús realiza su actividad en lo escondido, sin el esplendor
triunfal que se esperaba del mesías. Sin embargo, en Él despunta el germen de
la realeza de Dios y del nacimiento de una nueva humanidad liberada. Dios se
pierde, se oculta, se mezcla hasta cargar con la debilidad y el pecado en su
Hijo entregado. Tomó nuestras flaquezas y
cargó con nuestras enfermedades (Is 53, 4; Mt 8,17). Cristo se ha hecho
para nosotros levadura (Gal 3,13; 2Cor
5,21), cordero que carga el mal de este mundo (Jn 1,29).
Deber de los cristianos es descubrir y transmitir la verdad oculta
(10, 26s; cf. 5, 13-16). Así harán
fermentar el mundo.
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