miércoles, 15 de agosto de 2018

Asunción de María (Lc. 1, 39-56)

P. Carlos Cardó SJ
Asunción de María, óleo sobre lienzo de Tiziano Vecellio (1516 – 1518), Basílica de Santa María Gloriosa dei Frari, Venecia, Italia
Por entonces María tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: "¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!"María dijo entonces: "Proclama mi alma la grandeza del Señor,/ y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador,/ porque se fijó en su humilde esclava,/ y desde ahora todas las generaciones me dirán feliz.El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí: ¡Santo es su Nombre!/ Muestra su misericordia siglo tras siglo/ a todos aquellos que viven en su presencia.Dio un golpe con todo su poder: deshizo a los soberbios y sus planes./ Derribó a los poderosos de sus tronos, y exaltó a los humildes./ Colmó de bienes a los hambrientos,/ y despidió a los ricos con las manos vacías.Socorrió a Israel, su siervo; se acordó de su misericordia,/ como lo había prometido a nuestros padres,/ a Abraham y a sus descendientes para siempre".María se quedó unos tres meses con Isabel, y después volvió a su casa.
Celebramos hoy la Asunción de María: su participación en la victoria de su Hijo Resucitado. La certeza que el pueblo fiel tiene de la gloria de María, la expresó el dogma de su Asunción, proclamado por Pío XII. Confesamos que María ha sido ya glorificada. Y por eso, así como Cristo por su resurrección mantiene entre nosotros su presencia poderosa y eficaz, otro tanto podemos decir de la gloria de María y su «asunción a los cielos».
“Asunta” en Dios, está más presente en el mundo y más cercana a nosotros que ninguna otra mujer. Por eso, no sólo pensamos en ella, sino que la invocamos. Ella intercede y nos acompaña.
María anuncia en su “Magnificat” que todas las generaciones la llamarán dichosa. Hoy, en todo el mundo, María es recordada, admirada y amada. En la cristiandad de oriente y oc­cidente, nadie -a excepción, naturalmente, de Cristo- está tan presente como ella entre nosotros, hasta en nuestros hogares. Y no primeramente por los iconos e imágenes que el arte de todos los tiempos ha creado en su honor, sino porque se la invoca, con la certeza de que Dios acoge las oraciones dirigidas a ella.
Para describir la belleza de María, la liturgia le aplica las palabras del Apo­calipsis que hemos escuchado en la 1ª lectura: “Apareció una figura portentosa en el cielo: Una mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas”. Estas imágenes no deben hacernos temer a nuestra Madre del cielo. Su extraordinaria santidad y su gloria celeste no la alejan de nosotros.
No olvidemos que María sigue siendo la humilde jovencita de Nazaret, la madre amorosa que envuelve a su pequeño Niño en pañales y lo recuesta en un pesebre, la mujer perseguida que tiene que emigrar al país extranjero de Egipto, la esposa fiel que vive su entrega a Dios en el silencio de Nazaret, junto a José y a Jesús, dispuesta siempre a ayudar a los demás, la mujer fuerte que acompaña el camino doloroso de su Hijo Jesús, aun no comprendiendo las cosas, aceptando con Él la voluntad de Dios.
San Pablo afirma que la resurrección de Jesús es el fundamento de nuestra fe, señala que el triunfo de Jesús anuncia el retorno de todos los hombres a la vida. Con la proclamación de la Asunción de María, la Iglesia nos recuerda que también nosotros estamos llamados a ello. Todos los que en Cristo han muerto pertenecen a una sola familia, la comunidad de la Iglesia. La Iglesia sabe que todos los que viven en Dios están unidos con nosotros. En esta unión le corresponde a María un puesto particular.
El Evangelio nos habla de la visita de María a su pariente Isabel. Atenta a la señal ofrecida por el ángel en su anunciación, María sale de Nazaret para ver a Isabel, que estaba en avanzado estado de gestación. Va de prisa, movida por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que en esos casos necesita una mujer, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios.
En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó de gozo el niño que llevaba en su seno, se sintió llena del Espíritu Santo y exclamó: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”. Es el saludo de Israel a las grandes mujeres de su historia. Bendita entre las mujeres habían sido Yael y Judit (de las que hablan los libros de los Jueces, c.24, y de Judit, c.13) que aniquilaron al opresor y vencieron al enemigo de su pueblo. María, con su obediencia a la Palabra, aniquila y vence al enemigo de la humanidad. Ella lleva en su vientre el fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente (Gen 3). En ella toda la creación se torna bendición y vida.
Isabel comprende que María lleva ya en su seno al Señor, y añade: “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Porque en cuanto oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. ¡Dichosa tú que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función excepcional que le tocó cumplir en el plan de salvación. “Porque, si la maternidad de María es causa de su felicidad, la fe es causa de su maternidad divina”. María es la creyente, la que escucha la palabra de Dios y la cumple. Por eso, la llena de gracia, Madre del Señor, es también Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes.
Cuando Isabel termina sus alabanzas, María dirige la mirada a su propia pequeñez, fija luego sus ojos en Dios, de quien procede todo bien, y entona su cántico de alabanza. María responde a lo que Dios -el Santo, el todopoderoso, el misericordioso- ha hecho con ella eligiéndola como madre del Salvador. Con su canto, María nos ayuda a descubrir el sentido de nuestra vida y agradecer los beneficios recibidos.
En María la humanidad y la creación entera cantan la fidelidad del amor de Dios. Es un canto que sintetiza la historia de la salvación, contemplada del lado de los pobres y sencillos, que sienten a Dios a su favor. Con Israel, María no duda en alabar a Dios por sus preferencias, porque “dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos”.
«Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora, en el tiempo efímero en que vivimos y que fue también tu tiempo, y en la hora de nuestra muerte, para que podamos entrar en la eternidad en la que estás y que hoy nosotros celebramos en la fiesta de tu Asunción» (Karl Rahner). 

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