P.
Carlos Cardó SJ
La
santa comunión, óleo sobre cobre de Eugenio Lucas Velásquez (1855), Museo del
Prado, Madrid
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En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: "Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo."Disputaban los judíos entre sí: "¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?".Entonces Jesús les dijo: "Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre."
Los judíos no entienden. Que Jesús se llame así mismo “pan del
cielo” les parece una blasfemia: se hace Dios. Decir que quien lo come tiene
vida eterna les resulta inadmisible porque se pone así por encima de la Ley de
Moisés, del templo, del sábado, es decir de aquello que, según la fe judía, les
obtiene la salvación. Además, eso de comer
les resulta demasiado chocante y lo de beber sangre va directamente en contra
de lo establecido en el libro del Levítico (Lev
17, 10-12).
Pero
Jesús no da marcha atrás, antes bien refuerza su afirmación: Yo les aseguro que si no comen la carne del
Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes. Expresiones
sin duda duras, crudas, incluso chocantes, por medio de las cuales Jesús afirma
que la fe verdadera consiste en alimentarse
de su persona, nutrirse de sus actitudes y de su
modo de vivir. Eso es lo que da al hombre la vida plena, que consiste en la participación
de la misma vida-amor de Dios.
El
que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. Lo
propio del amor entre las personas es que las hace vivir en comunión. Es un
recíproco permanecer en el otro, como vivir el uno en el otro, comprobando que uno
ya no se entiende a sí mismo sino en su relación con la persona a la que ama.
Ya no dos sino uno solo, como en el amor conyugal. Ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí, dirá San Pablo (Gal 2,20).
La
terminología eucarística de este discurso de Jesús es clara. La comunidad que
escribió el evangelio y todos los primeros cristianos tenían por cierto que lo
que Jesús les mandó realizar en la Última Cena antes de padecer fue el memorial
de su muerte y resurrección, en el que comían la carne y bebían la sangre del
Hijo de Dios, hecho presente de manera real, activa y eficaz. Proclamaban su
muerte y resurrección, y el anhelo más profundo que orientaba sus vidas: Marana-tha! Ven, Señor Jesús.
San
Juan en su evangelio, no trae el pasaje de la institución de la Eucaristía como
lo hacen los otros evangelistas y Pablo; pero trae a cambio este discurso sobre
el pan de vida y el pasaje del lavatorio de los pies de los discípulos, pasajes
en los que está explicado el significado de la eucaristía en toda su
profundidad. Por eso, no cabe duda que
Jesús dio a este discurso, pronunciado después de la multiplicación de los
panes, un sentido eucarístico total. Y es que la fe desemboca
necesariamente en la eucaristía.
Los
cristianos aceptamos por la fe que en la eucaristía Jesucristo se nos da,
haciéndose eficazmente presente y actuante de modo salvador. En ella está el
Señor con todo lo que Él es y todo lo que Él hace por nosotros: su Encarnación,
su Muerte y su Resurrección. Las palabras del Señor en su discurso sobre el Pan
de Vida y en su Última Cena nos llevan, pues, a apreciar el don del amor del
Hijo de Dios, que por nosotros se hizo hombre,
se inmoló en la cruz y resucitó para que también nosotros resucitemos con Él.
Es importante redescubrir la conciencia que tenían los primeros
cristianos de la unión tan peculiar que se establece con Cristo y en Cristo.
Comulgamos con Cristo, con todo lo
que Él es, su persona y su misión; y comulgamos en Cristo con todos los que Él ama, miembros de su cuerpo, a los
que entrega su vida. Por eso, quien comulga con Jesús vive la inquietud por
crear comunión, deseo supremo suyo.
El hacer comunidad se convierte en la piedra de toque de nuestra
comunión con Cristo, con todas sus consecuencias prácticas en todos los órdenes
de la vida humana, personal y social. Sacramento de unidad, la Eucaristía
incita a las comunidades a superar las divisiones. Por eso pedimos: “Reúne en
torno a Ti, Padre misericordioso, a todos tus hijos dispersos por el mundo”. Nos
acercamos a comulgar y pronunciamos nuestro Amén a lo que significa el
sacramento del Cuerpo de Cristo, que el sacerdote nos muestra y nos entrega.
Dicho “amén” proclama nuestra disposición para ser transformados en lo que
recibimos.
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